sábado, 31 de enero de 2009

El sueño de la razón. Marcelo Zamboni. Novela. Mención de Honor. Premio la Nación de novela 1998








El sueño de la razón

































Al doloroso trato de la espina

al fatal desaliento de la rosa

a la acción corrosiva del tiempo


Miguel Hernandez

(Soneto Final)




























A 29 días del lago



Hoy cerré la puerta de mi casa en el zoológico de la ciudad de Buenos Aires, dentro de ella está mi clasificación de insectos, la colección de tapices indígenas, los papeles de las muchas conferencias que di sobre los Andes o la Patagonia, mis maquetas sobre las jaulas o el hábitat que debieran tener mis animales, el plano del gran lago artificial que proyecto para albergar a mi monstruo. Desde el coche que me lleva a la terminal de trenes miro estas calles por las que camino desde mi juventud y que conozco de memoria. He pensado mucho, en los últimos días, sobre este viaje que inicio, pero hice tantas locuras a lomo de caballo atravesando este país, que no sé si soy el más calificado para valorar lo que significa traer esa criatura a Buenos Aires, una ciudad, que como todo el mundo sabe, está llena de criaturas locas. Nuria es una de ellas. La mayoría de la gente opina que yo también lo soy, y debe ser esa gente la que forma parte de la multitud que se ha reunido para ver salir la expedición y que enlentece el paso de mi automóvil y le impide al chofer maniobrar con facilidad para estacionar. La terminal está llena de bote a bote y no cabe ni un alfiler. Una banda musical arranca con una melodía alegre, casi circense, y aquí y allá, se ven carteles que se elevan sobre las cabezas. “Dejen a los monstruos en paz”, “Onelli es un monstruo”, “salvemos a las especies”, “Dios ama a los monstruos”. No solo se hace difícil bajar del vehículo por la cantidad de trastos que llevo sino también por la ansiedad de los reporteros que se aprietan contra las puertas a la espera de obtener alguna primicia. Onelli, aquí, ¿cómo va a sacar al monstruo del lago? ¿qué va a usar de carnada? Quiere saber el reportero de La Nación. ¿Es verdad que el monstruo se alimenta de hombres? Pregunta el corresponsal del Heraldo de Londres. Si, le contesto mientras abro la puerta, lo empujo y me acomodo los anteojos, se come a los hombres y a sus sueños. ¿El monstruo es mamífero? ¿es pez? ¿Cómo va a hacer para traerlo a Buenos Aires? ¿No cree que es sólo un cuento para asustar a los niños que se están por dormir? No tengo ganas de contestar más. Tensigg ha visto mi llegada y se ha abierto paso entre la gente para ayudarme con mi equipo. ¿Ahora entiende por qué quiero ir con usted? me dice, mire esta multitud. Les interesa ver nuestra sangre, le contesto, un entretenimiento, algo raro, algo que no tienen en sus casas, algo que los aleja de la mortal monotonía, esperan ver nuestros cuerpos entre las fauces del monstruo. Tensigg agarra alguno de mis bultos y sonríe. Me hace gracia la ropa que trae puesta, pero es británico y ya se sabe lo que es el gusto inglés para vestir. Tal vez crea que salimos a perseguir zorros por la campiña de Liverpool en vez de ir a la caza de un monstruo lacustre. Mientras manos me palmean, tocan y empujan, atravesamos el gran Hall de la estación y llegamos hasta el andén donde está Guisset que lucha sin descanso contra cacerolas, cordajes y otros enseres. Vamos a ver cuántos de estos van a estar para recibirnos, dice Guisset que deja sus cacerolas por un instante y ayuda a Tensigg. Miro al público que se agolpa contra las rejas del andén, tiene la mirada de los que sienten hambre y observan tras los cristales la actividad el salón comedor. Siento que me miran con esa piedad reservada para los insanos, para los que se largan a perseguir fábulas infantiles. Pero me conozco, enamorado de las descripciones que Julio Verne hizo de la Argentina en “Los hijos del Capitán Grant, crucé el Atlántico cuando era un muchacho y todo lo que encontré superó lo que había imaginado. La Argentina es un experimento de Dios, cuanto loco anda suelto por el planeta en busca de sueños, viene a este país. Llegan de todas partes, Sheffield vino de Norteamérica, Tensigg vino de Inglaterra, yo de Italia. Tensigg y Guisset, que subieron al vagón y se instalaron, están asomados a la ventanilla y me llaman. Voy a hundirme en la profundidad de ese lago a mirar las pupilas del monstruo. Lo voy a sacar de esas aguas y lo voy a traer a Buenos Aires.

El tren deja la estación. Busco en el bolsillo la carta que envió Sheffield y releo las palabras que me sacaron de la realidad y me tienen junto a este abismo.

Mi nombre es Martín Sheffield. Nací en Norteamérica y soy sheriff. La persecución de unos forajidos me detiene desde hace meses en los desiertos y montañas de su país. Un par de noches atrás, acampé a orillas del lago Puelo. Muerto de hambre, cociné una liebre. Después, el alcohol y el sueño me derribaron. Me despertó un ruido de ramas. Era madrugada. Va a pensar que estoy loco y es así. Una especie de enorme caracol, de cuello muy largo y flexible, de color gris oscuro, surgió entre los alerces. La cabeza era diminuta en comparación con el cuerpo- de siete a nueve metros de largo- Llevaba un animal entre las fauces. Giró el cuello, dejó caer el animal y avanzó con paso inseguro, impulsándose en patas o aletas. Se detuvo a centímetros de mi cara. Su mandíbula cerca de la mía. Muerto de miedo, sentí que era absurdo morir así, a manos de una bestia prehistórica. Entonces sucedió algo. Me miró. Ignoro cuanto tiempo pasó. En sus pupilas vi una imagen que no me atrevo a contar. Estoy loco, tengo miedo. El monstruo emitió un sonido parecido al suspiro, se volvió, recogió su presa, se deslizó hasta la orilla y desapareció en las plácidas aguas del lago. Entonces, me arrastré hacia atrás. Usted recibe esta carta en su querido zoológico ¿Se imagina qué atracción? Vendría gente de todas partes del mundo para verla. Me vuelvo a Norteamérica. Hay cosas que, después de haberlas visto, hacen intolerable seguir. Tal vez sea inútil pedirle que rompa esta carta, que olvide lo que he escrito y que no me eche culpas. Cada uno persigue su sueño. El mío, es una mujer que olvidé en Medellín y a la que voy a ir a buscar. Una vez más, le pido que me perdone.

Guardo la carta. Este Sheffield... “Una especie de enorme caracol... Una imagen que no me atrevo a contar...” ¿Qué vio Sheffield en las pupilas del monstruo? ¿Qué es lo que voy a buscar? Busco en la valija. De entre un manojo de sobres atado con una cinta, saco otra carta.

Onelli:

Me siento enamorada de usted como jamás recuerdo, como jamás lo estuve, ni aún cuando me enamoré de usted, hace ocho años. Nos creíamos épicos ¿sabe? Eramos jóvenes ¿Qué nos pasó? No hago otra cosa que recordar el domingo en que nos vimos en el Botánico. Hacía años que no lo veía. Me invitó a tomar asiento cerca de los Primeros Fríos y, sin dar tiempo a nada, me besó. Días después, tuvimos nuestra única noche de amor. Lo amo, Onelli. Amo sus ojos, sus manos, sus canas. Siempre lo amé. Dijo que estaba hermosa. Se equivoca. Estará más enamorado que yo. Tengo miedo. Dijo que no quiere perderme. Yo no lo quiero perder. Dijo que voy a ser suya para siempre. Me alegro, porque sin su amor me muero.
Tengo las cartas que me dejó. Tiene las cartas que le di. Ábralas el día en que están fechadas. En esas líneas, se enterará dónde estuve estos años en los que no hice otra cosa que esperarlo. No me culpe. Fui suya siempre: cada día que pasé por delante del zoológico. Cada vez que pensé que estaba adentro.
Ahora viaja en ese tren que lo lleva al desierto que ama más que a mí. Onelli: está loco y lo amo. Traer el monstruo del lago. Qué extraña manera de declararme su amor. Tan extraña, como los pasos que dimos para volver a encontrarnos.
Sheffield es un borracho y está alterado como usted ¿Qué vio en las aguas del Puelo? Vapores del alcohol. Qué país de mareados, locos, soñadores.
Va a cruzar el desierto, los bosques, y va a sacar a ese monstruo para mí. Le voy a decir algo: su viaje es una excusa. El único monstruo está dentro de usted. Pregúntele a él, los motivos por los que estuvo lejos.
Sé que no va a volver hasta que lea mi última carta. Mis líneas y las suyas medirán nuestro tiempo. No pretendo ser original. Nadie lo es. No sé qué más decir. Me queda por resolver mi exilio en esta casa, y a usted, el suyo en el zoológico. Tengo la foto que salió en la Nación. Tengo sus cartas. Tengo la vida para esperar. Tengo este amor que me aterra. Estoy enamorada de usted como jamás lo estuve, como no recuerdo haberlo estado, ni siquiera cuando me enamoré de usted para siempre. Y se lo voy a recordar cuantas veces sea necesario. Ahora, vaya. Haga lo que siente. Tráigalo vivo o muerto. No me importa. Pero vuelva, porque sin su amor me muero.

Suya
Nuria.

Doblo la carta y saco del sobre la foto de ella: los ojos claros y alegres, la sonrisa amplia, los pliegues a los costados de la boca, un lunar en la mejilla, las cejas gruesas, las pestañas largas. Suspiro y guardo el manojo de sobres. Guisset me observa en silencio. Tensigg anota ¿Qué escribe en su cuaderno? Miro mis botas sucias de tantos viajes. Toco el 38 en mi cintura y anoto en mi diario: yo también estoy enamorado de usted como jamás lo estuve, ni siquiera hace ocho años, cuando me enamoré de usted. Cruzo el desierto, por última vez, para sacar al monstruo del lago y ofrecérselo. Y tiene razón: viajo para descubrir al verdadero monstruo. El que tuvo miedo de quererla.
Dejo el diario. El tren se interna en la Pampa y hace leguas y leguas de trigales. Al mediodía el vagón es calor y polvo. Guisset, que durmió varias horas, se despierta. Converso con Tensigg. Le digo que alguna vez soñé con cruzar en caravana el desierto de Gobi, andar a pie por la Manchuria, trepar el Himalaya y recorrer los mares pero no hice nada. Todo hombre tiene un único sueño y un rompecabezas, contesta. Su sueño es sacar al monstruo del lago y llevarlo a Buenos Aires. ¿Cuántos hombres hicieron eso? Olvídese de Europa, China o África, preocúpese nada más que por esa criatura. Por eso lo acompaño. No todos los días se ve a un hombre alcanzar su sueño. Su rompecabezas es más complejo, agrega. Sacar el monstruo y llevárselo a Nuria representan varias piezas pero no parecen todas. Son muchas. Sin embargo, intuyo que falta alguna. Por eso lo acompaño. En alguna parte de la Pampa o del desierto o de los bosques, está la pieza que falta. Debemos ir atentos. Podría estar en este tren, en las nubes, en un arbusto, la luna, dice Tensigg. Permanecemos callados un rato. Después saca su cuaderno y mientras mira el paisaje, anota. Creo que Tensigg, subido a un sueño disparatado y ajeno, está más loco que yo.
Paramos en algunos pueblos y bajo a estirar las piernas. Cenamos temprano. Tensigg se acomoda contra la ventana y se duerme enseguida. Guisset se preocupa por mi dolor de cabeza y mi insomnio. Le digo que se tranquilice, que voy a encontrar con quien hablar. Y lo encuentro: cerca de medianoche y mientras todos duermen, recorro varios vagones. En uno de ellos me detiene un individuo cuyo rostro queda oculto por la oscuridad. La brasa de un cigarro lo ilumina a intervalos pobres. Sólo un idiota creería su historia del monstruo, Onelli, dice. Sé que va en comisión por asuntos limítrofes. Tenga cuidado. Son viajes llenos de peligros y accidentes. El tono de su voz es porteño. Aplasta la brasa y desaparece en el vagón.
Tiene razón: este viaje es más peligroso de lo que supongo. Tengo veintinueve días para descubrir quien soy y sacar al monstruo del lago. Tengo veintinueve días de vida.







A 28 días del Lago


Me vuelven las palabras del porteño. Cabalgo sobre un viaje peligroso y tener los días contados es desesperante. Vuelvo al vagón donde todos duermen y me dejo caer en el asiento. No duermo. Tengo dolores que trato de calmar con el contenido de algunas botellitas. Eventualmente, echo mano al Veronal para controlar mis demonios. Lucho contra el sueño pero sufro de antemano su derrota. He pensado ser otro pero estoy resignado a vivir con este cuerpo.
Varias veces espío el reloj durante la noche para controlar el paso del tiempo. Leo otra vez la carta de Sheffield y la de Nuria. Sheffield está loco, Nuria está loca, yo estoy loco. Sheffield me deja su visión monstruosa y se va feliz a Medellín y a Norteamérica. Nuria y yo, volvemos a nuestro amor y parto a sacar una criatura lacustre como ofrenda de esa pasión. Pero Nuria es inteligente.

Onelli:
Hoy es un día terrible, Onelli. He peleado contra su recuerdo todo el tiempo. Amanecí buscando sus ojos cerca de mí y no dejé de hacerlo. Ni una señal. Usted atrás del monstruo, y yo, huyendo de él. No lo entiende, Onelli. Quiere encontrar una fantasía en medio del lago ¿Cuál es la realidad? En la mía, el monstruo que es usted, me toma por la espalda y me aprieta la garganta.
No me mate, no me lastime. Me duele no tenerlo.
Es un día terrible. Cada vez que lo veo y vuelvo a sentir que estoy viva, usted me deja. Lo amo y soy suya.
Suya, inútil y eternamente.
Suya
Nuria.


Esta mujer ha visto detrás de mis pupilas el encierro de otra criatura. Que Dios se apiade de mí. Sea como fuere, con monstruo o sin él, nuestra vida no podrá ser la misma después de habernos visto.
Tensigg y Guisset desconocen mis órdenes de establecer contactos con los comisionados Hauchter y Steffandrini, que desde hace varios meses están explorando valles, morenas, lagos y picos cerca de las fronteras.
Empieza a clarear. Me levanto. Tensigg ronca sin piedad y Guisset tiene la palidez y la inmovilidad de un cadáver. Cruzo el vagón y me acerco a una de las puertas. Quiero respirar aire puro. La noche ha dejado los trigales atrás y ahora están estos arbustos achaparrados y grises. Miro hacia todas partes y veo que estoy solo. Nadie se mueve en los vagones. Me tomo de los pasamanos para aspirar el aire frío de la mañana. Algo contundente me golpea la espalda y me hace trastabillar hacia adelante. Me sostengo con fuerzas del pasamanos mientras mi cuerpo, en el vacío, choca contra las paredes exteriores del vagón. No voy a aguantar. Las ruedas del tren me van a convertir en alimento para pájaros. Una mano, como garra, sujeta mi brazo. Fuerza, dice y me arrastra hacia el piso del vagón. Resoplo, la fatiga me impide darle las gracias. La gente sigue durmiendo en los vagones. Me asomé demasiado, digo. Un chambergo de ala ancha oculta su cara. Sólo veo sus garras de animal. Estos viajes son mortales, mi amigo. Basta un desequilibrio en el terreno, en el tiempo o en la comida para que uno pase del otro lado. Basta que lo venza el cansancio para que se duerma y quede a merced de lo incierto. Uno se mete por picadas que abre a machete y qué encuentra: abismos y una nada que lleva al miedo. Usted persigue a un sueño infantil muerto de miedo y a su vez lo persigue alguien que quiso empujarlo ¿no? El miedo persigue al miedo, dice. Gracias por salvarme, ironizo. No lo salvé, contesta, quise que sintiera el miedo de pensar que la próxima vez, no voy a estar para ayudarlo o que tal vez sea yo el que lo empuje hacia el vacío.
El individuo se endereza y se desdibuja en la penumbra del vagón.
Me sacudo, me pongo de pie y vuelvo al asiento. El tren baja la velocidad. El sol está más alto. Un puente se extiende delante de mis ojos. El río Neuquén. Fin del viaje en ferrocarril. Comienzo de la cuenta regresiva. Tengo 28 días de miedo.
















A 28 días del Lago


Los tipos con los que me crucé en el tren van a hacer que empeore mi insomnio y el dolor de cabeza. Son bravos. Me podían haber asesinado y, sin embargo, el de las garras, evitó que cayera a las vías.
Es difícil cuidarse de todo: los peligros del desierto o los abismos, los indios, de mí. Tengo las cartas de Nuria, tengo a Guisset y a Tensigg, tengo mi sueño. También tengo una voz dentro de mi cabeza, que no hace otra cosa que enfermarme.


Nuria:
Usted es mi viento y mi arena, Nuria. Le voy a contar secretos: Ya en Buenos Aires, mientras preparaba mi expedición, el ministerio, a través de algunos de sus hombres, detectó gente que me seguía y espiaba. Hay demasiados intereses políticos territoriales y no debemos perder ni un kilómetro cuadrado de este país. El Ejecutivo no tiene pruebas contundentes para detener a esos hombres. Piensan que tratarán de evitar, por todos los medios, aún el asesinato, mis contactos con las comisiones. Me informaron acerca de cuatro espías: Rodríguez, un milico corrupto de nuestro ejército, salió de Buenos Aires para matarme. Dicen que cree en la Patria, la religión y esas cosas, que no entiende de libertad, amor y sueños. Problemas de él y su rompecabezas, Nuria. Sigue Aguirre. Informan que su rostro es brumoso y que tiene garras, que no cree en los límites de la locura y sus extravíos. Sí en unos roñosos billetes que nunca compran nada. Me informan de Yáñez, un chileno que defiende fronteras que desconoce. El último que viene atrás de mí con su caballo alto, negro y muscular es Valdez, otro chileno. Lo señalan como peligroso. Han visto el desprecio en su mirada. Describen su estatura como descomunal. Dicen que sólo cree en la brutalidad. Espero que las aguas del lago me salven de tanto asesino.
Usted es mi viento y arena, Nuria. Guisset es incondicional. Se encarga de mis cosas. Se preocupa por cómo me alimento, por mi insomnio, por qué remedios tomo para mi dolor de cabeza, por los momentos en que ando por ahí y no sabe en dónde estoy. Por el silencio que flota a mi alrededor en el desierto o en los bosques y Tensigg anota, Nuria. Guisset se preocupa porque vivo en las sombras. Se asusta de que se me llegaran a romper los anteojos. Fuera de su control, tomo ginebra y hasta fumo cigarros. Guisset vigila mis medicinas para que no tome demasiado. Sabe que mis dolores de cabeza me vuelven loco y me hacen cabalgar con toda mi locura. Vigila el Veronal de mi insomnio. Estas drogas, Nuria viento y arena, son la única ayuda que tengo en el vacío de este desierto y esos lagos extranjeros. No creo que Guisset duerma durante mi insomnio. Cierra los ojos pero está allí, me cuida hasta que ve que tomo el Veronal para dormir algo. Qué decirle cuando me mira escribir como un poseído. Escribo palabras que luego no puedo entender. Daría cualquier cosa por ser una persona común. Alguien no perseguido por tormentas, sombras y perros.
Usted es mi viento y arena, Nuria. Con Tensigg tenemos nuestra conversación de señoras viejas. Tan inglesa y porteña al mismo tiempo. Hablamos de los sueños y los rompecabezas. De que los hombres, que pasan rápido como sombras, no deben detenerse hasta alcanzar lo que sueñan. De que los hombres, que pasan rápido como nubes, deben juntar las piezas del rompecabezas de su existencia. No me animo a preguntarle a Tensigg qué es lo que ocurre cuando un hombre completa su rompecabezas. No me animo. Pasamos como naves y es todo tan rápido. Tensigg me pregunta sobre el monstruo del lago y de otros lagos. Me habla de Escocia y del lago Ness, de Noruega y del lago Suldal, de Islandia y del Skrimsl, de Suecia y del lago Storsjö. Me cuenta del lago Ree, en Irlanda, donde un sacerdote, por medio de la palabra de Dios, salvó a un nadador de ser devorado por un monstruo. Me habla de eso y de lanas, ferrocarriles, saladeros, barcos, vías navegables, rutas al pacífico, límites con Chile, Paraguay, Bolivia y la Banda Oriental. Habla y anota en su cuaderno con esos dedos de araña ¿Qué anota, Nuria?
¿Cómo definir con una palabra lo que siento por usted? Si supiese esa palabra, no la diría. Sólo sé que usted es mi viento y arena, Nuria. Porque su amor me persigue por todas partes.

Suyo
Onelli.


Al bajar del tren, la estepa patagónica se extiende ante nosotros como el lomo de una enorme criatura. Algo capaz de devorar nuestros cuerpos y escupir los huesos hasta que algún otro quijote, lanzado a alguna temeraria aventura, los encuentre. Cuando encuentro restos de los que pasaron antes que yo, pienso en tantos sueños truncados, tanta pasión que se consumió, tanta desdicha. Sólo perdura lo que hacemos. Es humillante que el temor frustre nuestros deseos. Nada es más penoso que soñar y no animarse a vivir. Todo es ilusorio y sin más objeto que el paso inútil del tiempo. Tengo este reloj adentro de mi cuerpo que me habla del tiempo que se le otorgó a Onelli para vivir. Este reloj no para, es implacable en su puntual conversación. Es necio, no entiende razones y repite siempre lo mismo: El único tiempo inmortal es aquel en el que transcurren nuestros sueños. No hay que detenerse. Detenerse es caer prisionero de la mortalidad. Entonces, sigo con mi sueño de amor lacustre.
Es un día de negocios y preparativos. Con 37 grados y seguidos por moscas y tábanos nos encaminamos a lo de Sanabria. Una pocilga infecta de techo de totora. Sanabria tiene lo que hace falta: caballos y alimentos. Me recibe sin sorpresa y con gesto preocupado. Supongo que la noticia de mi viaje me habrá precedido. Mientras Guisset recorre el almacén y Tensigg examina unos rifles, Sanabria me lleva aparte. Preguntaron por usted, dice ¿Cuántos? Dos, chilenos. El primero hace tres días. El otro, ayer. Dijeron ser amigos suyos, que lo habían conocido en otros viajes. Que ya se encontrarían. Una vinchuca que ganaría cualquier premio en una exposición de insectos, cae sobre el hombro de Sanabria. La aplasta sin mirar. Las gotas de transpiración le bajan por la frente. Preguntaron qué había de verdad en todo lo que se decía de usted, sigue. Les dije que todo era verdad. Uno se rió. El otro me miró fiero. Se llevaron caballos de los buenos. Pagaron bien. Cuídese, Onelli. Hay mucho loco suelto. Le agradezco la noticia y le pago por tropilla y conservas. Nos ofrece un par de piezas y unas indias pero las rechazo. Guisset y Tensigg salen cuando Sanabria me hace el último comentario. ¿Así que a la caza de un monstruo? Lo miro serio. Por las dudas, no se mire en un espejo, Sanabria. Podría encontrar cosas increíbles. Cualquier excusa es buena para vivir, contesto y me voy.
Acampamos al reparo de unos pilones del puente, donde está más fresco. Guisset se las ingenia para preparar un guiso que comemos con un hambre feroz. Después de comer, Tensigg da vueltas por allí. Examina los arbustos como si fueran prendas de Gath y Chaves y anota en su cuaderno. Guisset limpia todo y se dedica a ordenar los bultos. Yo saco cuentas simples: Rodríguez, Aguirre, Yáñez, Valdez: Cuatro con un solo objetivo: matarme.
No tengo tiempo para morir.
Sobre la caída del sol aparece el dolor de cabeza. Me aprieto los ojos y Guisset me pasa una botella cuyo contenido apenas me alivia. Cenamos. Será cuestión de llegar al sueño a través del Veronal.
A tratar de dormir. Fue un día de calor, moscas y de una angustia que me sopló todo el tiempo al oído: Sólo se hacen cosas por amor, Onelli.



A 27 días del Lago


El lucero aparece y anuncia la madrugada. El Veronal ya no tiene efecto. Guardo el revolver y el espejo, y camino por la barranca y el río. Examino unas piedras de la orilla y veo la primera sombra. Se levanta contra la hora rosada, sin rostro, sin límites, como hecha de nada. La miro y parece estimularse. Baja el montículo y repta hacía mi. Ondulante, imprecisa. Cuando está a unos metros, llevo mi mano al 38 y escapa. Giro buscando otra, pero no veo ninguna más. Guardo el arma y vuelvo. El sol sube lento. Despierto a Guisset y a Tensigg, tomamos mate y galletas, y seguimos viaje.

Nuria:
No tengo qué reprocharle. En todo caso, el único que se reprocha por lo que ocurrió, soy yo. Usted no imagina ese anfiteatro colmado por el público, en el que pronuncié aquella conferencia hace ocho años. Lo único que vi, fueron sus ojos. No recuerdo de qué hablé. No creo que importe. La conferencia fue un pretexto, un paso del destino que me acercó a usted. Todavía oigo los aplausos. El auditorio encontró en mis palabras algo que creyó que iba dirigido a él. Cualquier palabra que dije, fue para usted.
No tengo qué reprocharle.
Sentí palpitaciones cuando se acercó mientras el público se retiraba. Se quedó mirándome ¿qué quería?
Le miré el color de sus ojos, sus pupilas dilatadas y me enamoré. No supe qué decir, no supe qué hacer.
La tomé del brazo y le pedí que nos fuéramos.
Cruzamos las calles y nos detuvimos a tomar algo frente a una mesa del Tortoni.
La escuché y ya no quise irme de su lado. Recuerdo el instante en que me adelanté hacia sus labios y la besé. Su mirada estaba perdida. Horas más tarde, la acompañé hasta la esquina de la casa de sus padres.
¿Qué pasó después? El tiempo nos engañó, Nuria. Nos prometió el Paraíso pero nos cubrió de miedo y desencuentro. El tiempo nos maldijo. Pidió que nos amáramos sin el cuerpo. Nos puso a prueba: Si nuestro amor era verdadero, iba a ser capaz de durar ocho años. Sólo entonces, nos tendríamos físicamente el uno al otro. Fueron años imposibles. Años de pensar en su boca, sus ojos, su voz. Años de rememorar el único beso. Años de no saber cómo hacer para tenerla conmigo. ¿Y usted? ¿Por qué estuvo lejos de mí?
Ocho años después, la llamé y nos encontramos en el Jardín Botánico. Allí estaba, como un milagro, nuestro amor intacto. Cayó la maldición y fuimos uno del otro.
No tengo qué reprocharle, Nuria.
Acaso deba reprocharme por el largo exilio al que, inútilmente, me entregué.
Suyo
Onelli


A las diez el termómetro marca cuarenta grados y trombas de arena vienen en remolinos desde el norte. Nos siguen. Una polvareda detrás de nosotros lo confirma. Se la señalo a Tensigg pero dice que solo ve las ondulaciones del calor. Guisset se encoge de hombros. Al rato nos envuelve un manto de granizo seco. Los caballos no quieren seguir y paramos a descansar. Nos cubrimos la cara con trapos y tenemos los ojos apenas abiertos. EL viento de arena no nos permite hablar. Somos penitentes en silencio. Otra sombra surge detrás de Tensigg y se alza amenazante. Saco el 38 ante el sobresalto del británico que gira para ver polvo. Guardo el arma y lo tranquilizo. La ginebra hace estragos entre los indios, digo, y los indios están por todos lados. Tensigg se calma y habla de la mala planificación de la campaña al desierto. Dice que todo hubiera sido diferente si en lugar de ginebra se hubiese llevado a cabo con Whisky escocés.


Onelli:
¿Usted me besó en el Tortoni, Onelli? Luego del Tortoni, nos quisimos despedir. Me tomó del brazo en un gesto dominante que los dos sabíamos que no era de amistad, hizo que girara mi cuerpo sin violencia pero con determinación y me besó. Tiene que creerme: fue la primera vez que un hombre me besó. Fue la primera vez que un hombre me trató como una mujer. Tuve miedo, Onelli. Lo que sentí después de ese beso no lo había sentido antes y no lo sentí más. Usted se apartó pero continuaba besándome. Me toqué los labios porque sentía sus dientes. Lo que vio en mi cara, fue la ternura. Lo amé tanto. En aquel momento, en esa despedida, empezó el pánico ¿Qué pasó después? ¿Cómo manejar lo que usted me había provocado? Si un beso había sido capaz de tanto ¿cómo imaginar lo que me haría padecer el hecho de que me tocara, pusiera una mano sobre mi espalda o mis muslos? ¿Cómo iba a poder contra usted? Hace ocho años, tuve miedo y me fui. No sé si entendió que cada vez que lo busqué, fue para decirle que lo amaba. No lo dije ¿era necesario? ¿No bastaban mis gestos, mi cara, mis ojos? Veo que no. Lamento no haberme dado cuenta. No tenía la capacidad de poner en palabras que lo amo, Onelli, que lo amaré siempre ¿Sabe qué lo hace único? La acumulación de tantos recuerdos que no puedo tolerar. Ese beso, nuestro encuentro en el Botánico y pasar una noche con usted. Esa noche fue superior a la sensación física del beso después del beso. Nos separamos y siguió dentro de mí, por las calles, al entrar en casa, en mi ropa, mientras besaba a mis hijas. Siguió conmigo a la hora de la cena y después, cuando quería leer y las palabras se movían. Es más de lo que puedo tolerar ¿Cómo evitar los suspiros? ¿Cómo evitar sentirlo dentro? Cómo evitar el deseo de morderle el hombro y dejarle una marca de mis dientes. Su presencia física me altera, Onelli. Qué voy a hacer, Dios mío ¿Y usted? ¿Por qué estuvo lejos? Ahora persigue monstruos por los lagos del Sur. No sé qué voy a hacer en esta casa, con esta sensación permanente de sentirlo dentro de mí. Ya no quiero vivir, se lo juro. Ya no puedo vivir. No puedo manejar esto que siento. No sé qué voy a hacer, no sé cómo voy a hacer. Me encantaría olvidar que esto ha ocurrido. Usted jamás me besó, jamás me vio el domingo antes de su partida, jamás pasó una noche conmigo. Jamás estuve tan enamorada de un hombre como lo estoy de usted, hasta el punto de tener la sensación física de sentirlo conmigo, en mis manos, mi boca, dentro de mi cuerpo. Tengo su olor y me quiero morir en serio, Onelli.

Suya
Nuria


Las trombas de arena pierden fuerza y nos permiten abrir los ojos. Decidimos seguir la marcha. Llegar al agua tranquilizará a los caballos. Un par de horas después, alcanzamos la Laguna del Toro y sus sauces. La tormenta vuelve con sus remolinos de viento y arena. Guisset se entretiene en una lucha despareja con la tierra y los bultos. Tensigg saca su cuaderno y toma notas. Camino por el borde de la laguna.

Nuria:
Esté tranquila, Nuria. Me gustaría oírla para saber que no estoy loco, que existe y está afuera. Tengo su voz dentro de mi cabeza. Entienda lo que le voy a decir: la amo, la amé y la amaré para siempre. Soy un monstruo desgraciado que se va a juntar con el resto de la banda. Piano, violín y flauta. No sirve ni para un tango, Nuria.

Suyo y sobre usted,
naturalmente,
Onelli.



Las ráfagas ceden y la tormenta se acaba. Una polvareda a lo lejos trae anuncio de jinetes. Los que me siguen no son idiotas. No van a atacar mientras esté con mis amigos. Van a esperar el momento preciso. El momento en el que esté solo. Vuelvo al campamento. Vamos a hacer noche acá. Se viene la hora de las sombras, digo y acaricio el 38.














A 26 días del lago


Vuelvo despacio por el borde de la madrugada. El espejo, dentro de mi bolsa, pesa como un abismo en cuyo fondo una criatura lacustre recorre las aguas con sensualidad. Algún día caeré dentro de él para buscarme. Algún día miraré con mis ojos los ojos del destino que me está señalado. Pero tantas promesas que me hago pueden ser el presagio de una pieza faltante. Esa pieza elusiva podría estar inmersa en vaya a saber cuántos días, meses, años, décadas, vidas. Podría estar en cualquier parte del desierto que pasé o en el fondo de un lago que no voy a ver.
No puedo más. Nadie sabe lo que es no dormir noche tras noche. Nadie conoce la forma en la que el dolor de cabeza borra estrellas. No quiero vivir. Voy a limpiar mi 38. Su tambor no debiera tener más razones que las que impongo. Maldigo su desobediencia. Tensigg y Guisset no resucitan. Murieron anoche, en medio de la tormenta y allí están. Roncan. El primer rayo de sol ilumina unos arbustos. Remuevo brasas que humean y pongo agua a calentar. Un mate y galletas me van a hacer pensar en otra cosa. En vivir, por ejemplo.

Nuria:
Si le dijera que cada palabra, gesto, movimiento de sus ojos y sus manos, la forma que tiene de sentarse, la curva de su espalda o el color de su piel, los anoté con detalle en una libreta que conservo ¿me creería?
Si le dijera que todo lo que conversamos aquel día, hace ocho años en el Tortoni, lo que ocurrió alrededor de nosotros mientras nos mirábamos, toda frase que escuché de sus labios o usted escuchó de los míos, la recuerdo ¿me creería?
Si agregara que sé el mínimo detalle político, social, cultural, religioso, educativo, que ocurrió ese día en Buenos Aires ¿me creería?
Si dijera que aquella tarde hace ocho años, en el Tortoni, perdí el mapa del único sitio de la tierra que quería explorar ¿me creería?
Si dijera que hay días fatales en los que todo se resuelve a cara o ceca, días en los que basta una mirada para terminar con todo ¿me creería?
Le digo que tengo días fatales.
No soy cualquier hombre.
Crucé Los Andes. Acompañé a Moreno, peleé contra indios borrachos que pretendían volver al campamento a decir que habían matado a Onelli. Me atraparon ríos, persiguieron aluviones. Estuve frente a los ojos del puma y del jabalí. Nunca sentí miedo.
Si dijera que desde ese día fatal del Tortoni, tengo este miedo que me acecha desde el olvido ¿me creería?
Créame. Sus ojos siempre me llevaron al borde de este abismo, al límite entre este mundo y el otro.

Suyo
Onelli.



Saco la calabaza, echo yerba y agua. El mate me reconforta. Otro amanecer, otra jornada por delante, un día menos para llegar al lago. Me pregunto si viviré para recordar este tiempo, qué ocurrirá cuando entre triunfal en Buenos Aires y la gente señale y grite al desfile de monstruos. Qué ocurrirá. Guisset se mueve, se despierta y se rasca la cabeza. Me mira y decide salir de su saco. Observa el horizonte, dice que es una suerte que haya pasado la tormenta y se acerca a tomar mate. Nuestra conversación sobre el territorio que vamos a cruzar, despierta a Tensigg que se despereza y se sienta a esperar su turno. Comemos galletas hasta que se termina el agua de la pava. Preparamos las cabalgaduras y trotamos hacia el sudoeste.

Onelli:
No es fácil vivir ¿Quién puede hacerlo? ¿Usted cree que alguien puede? ¿Que la vida es tolerable?
No es fácil ir por la calle, saludar a la gente, entregarse a lo de todos los días ¿Usted cree que vivir es fácil?
Dígame: ¿Hay alguien capaz de vivir?
No sé qué hace el resto del mundo, no tengo la menor idea de cómo hace la gente.
Pero, sin usted, no puedo vivir. Sin usted, me muero.

Suya
Nuria.


Marchar el día entero a través del desierto es mortal. Uno ve en el aire las formas que el calor levanta de la tierra hacia el horizonte de temblores. El sol sube con velocidad de enorme caracol en medio de un paisaje inmutable. Varias veces durante la marcha miro hacia atrás. No veo jinetes ni sombras. Sólo las miradas que Tensigg cruza con Guisset. Sólo el exacto dolor de cabeza que me cruza la sien sin parar. Guisset pone su caballo junto al mío y me da una botellita cuyo contenido bebo. Soy esclavo de esta cabeza y de todo lo que en ella sucede. Estoy bajo su imperio y su falta de misericordia. Cruzamos la mañana de sol con el acompañamiento monótono de los cascos.

Nuria:
Es tan difícil el silencio. Es una cárcel que encierra y tortura. No tiene ventanas, no tiene puertas ni carceleros con los que matar el tiempo.
Es materia ausente, es algo sin memoria, son cosas que decirle.
Es una cárcel de sombra y extrañeza.
En esa cárcel me quedé encerrado el día aquel en el Tortoni.
Devuélvame la llave. La tiene, desde el día que vi sus ojos y me enamoré.
Suyo
Onelli


Al mediodía detengo mi caballo y me volteo. Tensigg acerca su cabalgadura y pregunta qué miro. Le señalo la lejana polvareda. En el desierto no hay secretos, saben que vamos rumbo al lago, que llevamos dinero. Cualquier indio se puede alzar con los pesos y habría ginebra para rato, digo. También habría cadáveres, agrega el inglés sin énfasis. También habría tropas del gobierno, estaqueados, violaciones, cárcel. La codicia no mide, contesto. Seguimos la marcha. Tensigg anda pensativo. Grandes nubarrones se alzan hacia el Noroeste. Mire, digo y le señalo a Tensigg las altas nubes. Tensigg se endereza sobre la montura y mira largamente hacia el costado. Los cumulus, negros como aletas, se expanden para rodearnos. Calculo que en media hora el agua estará sobre nosotros. Ojalá hubiera una nube que nos aliviara de este infierno, dice el inglés y se afloja sobre su cabalgadura. Allí la tiene, señalo el cielo y su amenaza blanda y oscura. Tensigg me sonríe y mira a Guisset. Enseguida va a estar sobre nosotros y no hay donde cubrirse, agrego. Tensigg me mira con la bondad de una abuela que trata de entender. Guisset se limita a encogerse de hombros. Sugiero detenernos a comer algo antes de que el aguacero nos lo impida. Hacemos un alto y dejamos que los caballos se sientan libres. Guisset abre latas y prepara cacharros. Me distraigo mirando la inminencia de la tormenta. Tensigg se acerca a conversar pero los bruscos vendavales no me permiten oír lo que dice. Me mira, espera, me vuelve a mirar y me deja solo. Tensigg no sabe lo que es recorrer el desierto cabalgando tormentas o acechado por sombras.

Onelli:
Me pregunto qué puedo decir de mí que usted no sepa. Es raro ¿no? Sabe todo. Conoce cosas que ignoro, cosas inconcebibles. Sabe qué constelaciones me gustan y en qué parte del cielo se encuentran. Sabe mi afición por el cinematógrafo, mi amor por Verlaine.
Sabe qué me hace perder el sueño y dar vueltas la noche. Sabe de lo que soy capaz cuando algo me obsesiona.
Sabe de mí cosas inconcebibles, Onelli.
Pero no sabe que frente a usted no sé quien soy.
No sabe que conozco sus hombros de memoria y que, en uno de ellos, me perdí para siempre.
Desde allí, espero que vuelva.
Suya
Nuria


Guisset llama a comer pero no quiero probar la comida. Bajo la mirada de Tensigg me cubro con un cuero y permanezco callado. La tormenta se aleja sin dejar el aire fresco. Después de comer, Guisset pone orden y Tensigg escribe en su cuaderno. Algún día voy a tener en mis manos ese cuaderno. Durante la tarde el calor sigue ondulando el desierto. Tensigg vuelve a hablar de los sueños y los rompecabezas. Está obsesionado. Está loco. Cuando el sol enrojece el horizonte, nos detenemos a pasar la noche. Estoy cansado. Tensigg y Guisset duermen. Veo caer dos estrellas fugaces. Pasa todo tan rápido, como si nada. Mañana será otro día, un intento más y varias leguas menos hacia mi monstruo lacustre. Sería un sueño dormir. Marchar todo el día a través del desierto es como huir sin pausa de peligros invisibles. Es como buscar sin consuelo la pieza faltante de un rompecabezas desesperado.






A 25 días del lago


Otra madrugada de espejo que muestra ruidos de monstruo, de bestia voraz. Quisiera ver su mandíbula, sus ojos. Quisiera que el inútil 38 hiciera lo que pido. Pero no. Tambor, cráneo y bala no se ponen de acuerdo y regreso al campamento. Suena un disparo cuyo proyectil hace saltar un pedazo de arbusto. Guisset y Tensigg se despiertan, salen de sus bolsas y miran sin entender. Les hago señas para que permanezcan agachados e inmóviles. Suenan más disparos que pegan lejos. Me voy por un costado y me agacho entre los arbustos. No oigo nada. Pasan los minutos y suena otra descarga. Es un arma vieja, casi inútil. Sigo con mi rodeo hasta que descubro, recostado sobre un montículo, a nuestro agresor. El indio bebe de una botella, se seca la boca con el brazo y apunta como la borrachera le permite. Sin hacer ruido, me paro detrás de él. Le toco el hombro. Se da vuelta y el miedo lo paraliza. Le saco el arma, lo empujo y le digo, en su lengua, que soy el alma de Onelli, que ya está muerto, que se vaya. Escapa corriendo y trepa a un caballo viejo. Vuelvo al lugar donde acampamos. Guisset y Tensigg preguntan si estoy bien. Les doy detalles y les digo que esta noche el indio va a contar al resto de la toldería, y hasta el agotamiento, que mató a Onelli. Me parece bien. Guisset prepara el desayuno y Tensigg consulta mapas. Levantamos todo y partimos. El día sigue con ruido a cascos y sudor de caballos. Más tiempo que se va sin remedio. Pienso que el tiempo fijo que tenemos para vivir es corto. Demasiado corto para empleos municipales, para el ocio de un café entre amigos, para la subsiguiente escena de hogar. Después, otro día idéntico ¿Y la vida? Sólo pide un sueño y un rompecabezas. El sueño es volver con un regalo monstruoso. El rompecabezas son estas piezas y, según Tensigg, falta una ¿En qué consistirá? ¿Será un día y una hora determinada? ¿Será la forma de sacar esa criatura? ¿Será llevarla a Buenos Aires con vida? ¿Dónde está esa pieza? ¿Cómo voy a reconocerla? ¿Cómo voy a encontrarla en el desierto o los lagos? ¿Qué hacer para no perderla?


Onelli:
La medida de nuestro tiempo son dos promesas.
En la mía, el único hombre que me va a tocar va a ser usted. Suyo es mi cuerpo para que haga con él lo que nadie ha hecho. Suyo mi corazón, mi piel, mi espalda. Suya contra mi voluntad pero entera y toda de usted.
Ojalá lo olvidara, Onelli, pero no puedo.
No quisiera verlo más.
Nuestra medida se hace también de su promesa de no llamarme cuando vuelva, no esperar cerca de mi casa, no enviar cartas o emisarios, no preguntar a nadie por mí.
Pero tengo una sorpresa, Onelli: la medida de nuestro tiempo tiene la forma del más hermoso reloj que puede fabricar el mejor joyero de Buenos Aires. Ese reloj me dirá nuestro tiempo hasta que viva en él, hasta que estemos juntos para siempre.
La medida de nuestro tiempo se hace de su penosa espera, Onelli. Espéreme con años por venir que nadie más podrá habitar.
Lo amo, más allá de los
Límites, fronteras, más
Allá del espacio y del
tiempo
suya
Nuria


Miro hacia atrás para ver si nos siguen. Nada. Pasan las horas, el desierto, los caballos ¿Y si en realidad no quisiera encontrar la pieza? ¿no quisiera llegar al lago? ¿no quisiera sacar al monstruo? ¿Si todo fuera una pesadilla de amor disparatado? ¿si tuviera pánico de amar a Nuria y de cambiar mi vida y la de ella para siempre? En este tiempo corto de locura y sueños, ya nos hemos vuelto a mirar, a tocar, a desear. No podemos volver atrás, no podemos ser los mismos.
¿Para qué sacar al monstruo y llevarlo a Buenos Aires? ¿Para decirle: esto es lo que soy? Un loco que no hizo otra cosa que soñar con usted.
Dios me cuide porque yo no puedo.



Nuria:
La amo con síntomas y mi enfermedad no tiene remedio
suyo
Onelli



El sol cae lento sobre nubes que pasan. No he visto polvareda de jinetes. Tampoco vi sombras ni tormentas. Sólo nos siguió un perro. Corrió atrás de nosotros sin descanso. En alguna oportunidad en que nos detuvimos, se quiso acercar. Bastó que le tirara unas piedras para que se mantuviera a distancia. Un par de veces, Tensigg se acercó a preguntarme qué era lo que estaba haciendo. Ese perro, dije y lo señalé. Tensigg contestó que no veía otra cosa que la ondulación del calor. Lo describí lamiéndose las patas sobre un montículo. Dijo que eran un par de arbustos que el viento zarandeaba. Es claro que cada uno ve lo que quiere. Tensigg está peor que yo. No ve lo evidente. A todos nos afecta el calor.


Onelli:
No pretendo curarlo, pero tengo un remedio: mi boca
no merece que sea tan suya
Nuria



No tengo dudas de que dos días de marcha bajo el sol del desierto es inhumano, pero dos días de marcha con jinetes pisando mis talones, indios, sombras, un perro y tormentas, es demencial.

















A 24 días del Lago


Oigo un ruido de ramas. Atrás de mí, adivino la sombra de Tensigg que me observa con gesto preocupado. Es inútil que oculte el espejo. Guardo el 38 y me acerco a él. No me diga nada, dice, no le voy a preguntar qué motivos tiene. Todos tenemos alguno que lo justifica e imagino que los suyos son más fundados que los míos. Su tono es bajo, íntimo, sin reproches. Ninguna vida es fácil y la desesperación nos saca las ganas de vivir. Intuyo lo que le debe estar sucediendo. Hace silencio como para esperar alguna respuesta. No tengo qué decir. Sobre el horizonte sube lento un resplandor rosa que aleja estrellas a su paso. No hay viento sobre los arbustos. No me gustaría estar en sus botas, sigue la sombra de Tensigg con su tono de té de las cinco. ¿Transportar esa criatura a Buenos Aires? ¿Cómo? ¿Golpear las puertas de la ciudad con su enorme regalo? ¿Qué traerá ese loco de Onelli dentro de tamaña rareza lacustre? ¿Qué lo dejará satisfecho? ¿Qué lo detendrá? Los hombres le tienen miedo a los sueños. Por eso pasan sin pena, sin hacer preguntas, contentándose con poco de nada. No espere otra cosa que la envidia, el mal, el desprecio. No espere más que seguir con vida. Todo soñador se encuentra con la bala de su calibre. Entiendo su miedo. Ya está muerto, Onelli. La sombra de Tensigg deja paso a su rostro inglés. Esos imbéciles... Creen que cualquiera hace cualquier cosa... míreme, pide. Su voz no tiene urgencia ni imperio. Cuanto menos sepa de mi propio rompecabezas, mejor. No tengo valor para juntar las piezas. Me prefiero condenado a regresar. Tengo tanto miedo, contesto. Tensigg se ríe. Lo que vi, exige coraje, dice y señala el espejo, estuve tentado a detenerlo, pensé que era el fin de este viaje fantástico y sentí pena por mí. No crea nada de lo que ve, no imagine lo que no hay, Tensigg. Está hablando con un cobarde. El inglés me pone una mano en el hombro. Viento tibio viene del norte. Alguien que cada amanecer se vence a sí mismo, merece mi respeto, mi solidaridad, mi piedad. Volvamos, digo y lo empujo hacia el campamento, despertemos a Guisset, tomemos unos mates y salgamos antes de que el sol se ponga bravo.


Onelli:
Estoy perdidamente enamorada.
Voy por esta casa y miro los muebles, los ambientes, los gobelinos. Nada es lo que era. Veo la mesa familiar. Miro a mi marido y a las niñas. No son lo que eran. Veo una familia que no existe, que se desvanece ante mis ojos. Veo una mujer arrojada del Paraíso y de la vida ¿Dónde fue a parar esa mujer? A usted lo protege el desierto y la cacería de su monstruo. A mí, esta ciudad desconocida me expulsa.
Usted se aparece en todo lo que miro. Su voz, su chaqueta, su 38, sus anteojos, sus botas, sus locuras. Debo decirle que es la única persona que me domina. No debo decirle esto. Olvídelo. Una mujer extraviada dice nada más que tonterías. No debo decirle esto.
Usted me calma, Onelli. Logra lo mismo que el sol. Usted hace que le entregue mis armas y sea su prisionera. No me encierre en una torre, no me lleve a un calabozo. Deje que esté a su lado y me conforme con mirar sus pupilas o verlo escribir.
Me hace sentir cosas que me dan miedo. Daría la vida por no sentirlas pero las siento y lo amo ¿Qué hace conmigo? ¿Cómo hace para que me olvide de todo cuanto me rodea y sólo me importe usted? Estoy fuera de mí. No sé dónde, no sé por cuánto tiempo. Quisiera ir hacia cualquier parte menos hacia usted. Espéreme.
Voy por esta casa extraña, con paredes altas y una música en las paredes, enamoradamente perdida.

Suya
Nuria



A media mañana, llegamos a la orilla del Limay. Buena recompensa para tanto calor, polvo, viento y arena. Decidimos cruzar y descansar del otro lado. Acomodamos las cabalgaduras y los equipos en la balsa. Les pido a Guisset y a Tensigg que vayan adelante para tranquilizar a los caballos. Me quedo con el balsero. ¿Cuántos cruzaron? pregunto mientras le ofrezco un porrón de ginebra. Cuatro, dice y describe, con detalle, a mis perseguidores chilenos y argentinos. Agrega que todos preguntaron por mí, pero que esté tranquilo: a cada uno le dijo que tomaría una dirección distinta. El balsero señala hacia el sur y la cordillera, y se bebe de un trago la mitad del porrón. Cruzamos el río y nos tiramos a la sombra de unos sauces. Los caballos se entretienen comiendo cardos. El dolor de cabeza alcanza su nivel habitual y lo alimento con el contenido de una de mis botellitas.

Nuria:
Mi corazón me lleva al Sur. Me embarcó en esta empresa perdida. Conozco el camino hacia el Lago pero no sueño con el regreso. No voy a vivir para volver. Este desierto no me cobija.
Siento que voy hacia ninguna parte y que no voy a regresar a casa.
Suyo
Onelli


Al rato, continuamos la marcha por el desierto. Si los jinetes llevan el sentido de los puntos cardinales sólo podemos ir en dirección al cielo o al infierno. La estepa se presenta clara hasta donde la vista lo permite. No me gusta nada. No hay polvaredas y nos cubre un cielo despejado. Debo estar dormido o cabalgando un territorio que desconozco. Las horas pasan y el paisaje sigue igual. El ocaso nos trae reflejos de cobre y la necesidad de comer algo. Nos detenemos a pasar la noche. Guisset se entretiene haciendo asado, Tensigg escribe con cara de desequilibrio en las hojas de su cuaderno. Me preparo con resignación a enfrentar el espectro blanco del insomnio.


















A 23 días del lago


En una hora saldrá el sol. Es de noche. Tensigg y Franco duermen en sus sacos. Un viento suave recorre la planicie. Me levanto, busco el espejo en la alforja, recojo el 38, me lo pongo en la cintura y me echo a andar.


Onelli:
Todos nacemos para ser amados. Nací para ser amada por usted. Para sentir su respiración, para temblar al escuchar su voz. Esto es una certeza. Pero bastó que usted saliera de Buenos Aires, obsesionado en su ridícula cacería, para que toda seguridad se esfumara ¿Y si usted hubiera nacido para ser amado por ese animal lejano? ¿Para que esa horrible babosa estirara su cuello buscando reflejarse en sus ojos? Qué asco. Nací para ser amada por usted. No para competir con un insignificante caracol de agua dulce. Me las va a pagar, Onelli. Si cree que lo que hace es gratis, está equivocado. Va a volver a Buenos Aires montado en el lomo de su monstruo y tendrá que pedirle a él que lo ame. Olvídese de mí. Despídase de tocarme. Pídale ayuda a Dios para encontrarme a su regreso. Va a ser más difícil sacarme de mi casa que sacar al monstruo del Puelo. Va a necesitar algo fuera de lo común para volver a estar conmigo. No sé por qué lo peleo. No puedo dejar de pensar un minuto en usted. Vivo sostenida por el sueño de verlo otra vez y de ser su mujer para el resto de los días.
Fastidiada, pero suya
Nuria


Hago un centenar de metros y me detengo. El horizonte está despejado y no veo tormentas. Una sombra se escapa al verme con el 38. El perro me vigila desde un montículo lejano. Dejo el espejo contra un arbusto y me observo en él. Lo que sea, hombre o bestia, que me devuelve el espejo, se apoya contra el marco y golpea su cabeza contra el vidrio. Lo amo y lo odio ¿Qué voy a hacer? ¿Aprendo a convivir con el que no quiso ver a Nuria y se encerró durante años en el zoológico? ¿Debo matarlo para que sea libre? A lo largo del desierto le he pedido que se escape, que termine su exilio. Me olvido de él cuando cabalgo con Franco y con Tensigg, cuando nos detenemos a hacer noche, cuando me cubro de las tormentas o de las sombras, cuando vigilo las polvaredas. Entonces tengo nada más que un espejo común, antiguo, oval, con líneas quebradas. Pero cada hora antes del amanecer, cuando apoyo el espejo en el desierto, se transforma en algo ominoso. Desaparece mi imagen y surge algo inconcebible, plural. Algo que no quiero volver a ser. Algo que debe morir. Sólo uno de los dos va a regresar a Buenos Aires. Sólo uno de los dos se beberá la sangre del corazón de Nuria. Me olvido de él cuando voy atento a los cuatro jinetes que nos siguen. Tensigg dice que estoy mal de la cabeza, que nadie nos sigue, que el viento del desierto levanta trombas de polvo por la temperatura, que es nada más que un fenómeno meteorológico. Que si durmiera un poco y pudiese controlar el dolor de cabeza, el viaje sería como un paseo por los acantilados de Dover. Opina que el camino que seguimos es ruta común hacia Chile, que cualquiera seguiría nuestra dirección. Y que me deje de embromar: bastante tengo con ir al Puelo a sacar de sus aguas a una criatura prehistórica. Guisset asiente y dice que dos monstruos son demasiado para encima preocuparme por jinetes que siguen el rumbo de sus obligaciones u órdenes. Muchas veces, descuido el espejo. Dejo solo al que fui en su escondrijo de años. Lo dejo solo para que piense, si puede, qué ha hecho de su vida y por qué. Lo dejo solo para que enfrente a su verdad: encontrar la salida de su lugar perdido de años.


Nuria:
Si es verdad que todos nacemos para ser amados, mi destino es deponer las armas y entregarme prisionero. No pienso escapar. Ámeme cómo pueda. Bastantes errores he cometido. En lugar de entender su miedo, me encerré entre los límites tontos de mi rencor. Debí ignorar sus palabras y escuchar lo que decía con sus actos, con su cuerpo. En lugar de eso, armé un ejército derrotado ¿Por qué? ¿Era más sencillo sufrir que pelear? ¿Era más fácil huir? Acá estoy, cabalgando hacia el poniente, tras las huellas de una fabulosa criatura lacustre. Perdóneme. La amé como pude, la amo como puedo y si regreso, la amaré sin piedad. Ignore las palabras de este desdichado que vivió un encierro triste, lejos del único sitio en el que podía ser feliz: su corazón.
Si es verdad que todos nacemos para ser amados, yo nací para su ternura.
Imposible
Pero suyo
Onelli


En una hora saldrá el sol. Es el momento ideal. No hay sombras, el perro está lejos, no hay tormentas en el horizonte, no veo ningún jinete. Vuelvo a mirar la imagen del espejo. Cuánta piedad. Entonces, saco el 38. Dejo una sola bala. Giro el tambor. Apoyo el caño en mi sien y gatillo. La bestia dentro del espejo me mira indiferente y se interna en su escondite de años. Examino el tambor del 38. Sólo pido una bala para un hombre. No es algo que se me debiera negar. Ahora asomará el sol. Otro día para seguir adelante.








A 22 días del Lago


Mis días están sostenidos por la taquicardia. Cabalgamos horas, entre el ruido de los cascos y el golpe sordo, continuo, de la cefalea en mis oídos. Todo el tiempo le hablo a Guisset. No oigo lo que digo. Creo que grito. Es el maldito redoble dentro de mi cabeza lo que me impide escuchar. Guisset responde con monosílabos y, atado a un esquema horario que sólo él conoce, me pasa botellas multicolores para que beba su contenido. Siento que llega hasta el borde del cráneo y que pierde efecto contra mis meninges.
También viajan con nosotros, estas sombras que permanecen lejos, a mis espaldas. A veces se acercan y me espían desde algún montículo. Busco el 38 en el costado y, cuando lo toco, se esfuman. Sólo por un rato. Un rato, nada más. Tarde o temprano vuelven y me miran desde lejos. Basta que se acerquen, que quieran tocarme, para que lleve la mano al 38. Es un juego estúpido, lo sé. Llegan, me asustan, toco el arma, huyen, llegan.
Después están las tormentas. Le señalo el horizonte a Tensigg. Le muestro las columnas de nubes que se elevan interminables y que se despliegan hacia los costados para cubrir el desierto como un manto. Le hablo del negro profundo de los Cúmulos y de los Nimbus, del sombrío paisaje que llevan en su interior, de cómo descargan su violencia sobre mi cuerpo y de cómo fracaso en el intento de ocultarme de su devastación. Le digo a Tensigg que es insoportable cabalgar todo el tiempo con tormentas, que no es sencillo vivir con relámpagos, que hay que sentir los truenos en las vísceras. Que no es forma de vivir sobre tormentas.
Tensigg sonríe sin entender mi angustia y toma notas ¿Qué notas toma Tensigg? ¿Qué escribe con letra de araña en ese cuaderno que guarda en sus alforjas? A veces creo que me estudia como un entomólogo, que diseca mis palabras, mis gestos, mis obsesiones, mi miedo de no encontrar la pieza faltante. La pieza faltante podría ser él mismo y su cuaderno lleno de anotaciones misteriosas. Tendría que asesinarlo y descifrar sus palabras. La pieza faltante podría estar dentro de mi cuerpo que, sobre una mesa de mármol, Tensigg exploraría con su mirada. Podría ser un hecho o una consecuencia de una acción entre nosotros. En algún momento, tal vez mientras esté dormido, voy a espiar ese cuaderno.
Nos detenemos a hacer un descanso y a comer algo. Guisset dice que va a quedarse a mi lado hasta ver cómo me las arreglo con mis monstruos. Su uso del plural me perturba. Sé que uno solo de los tres que soy, volverá del lago. El enorme caracol que nada sus aguas profundas, la bestia que cumple la pena de amar un imposible o éste: el loco director de un zoológico que albergará una pesadilla lacustre que obtuvo pagando un precio demasiado alto. Su propia vida. Mis días laten con esta taquicardia mortal de la que no quiero sobrevivir.
A Guisset no se le escapa que cada mañana me escabullo del campamento con mi espejo. En los breves momentos en que creo dormir ¿lo tomará para mirar la imagen que lo habita? O mira su propia cara y siente pena por mí ¿Pensará que hay sueños imposibles que cuestan la vida? Cuando dice que espera ver qué hago con mis monstruos ¿Habla del Puelo? ¿Habla de Onelli? ¿Habla de Nuria?
Le preguntó qué quiere decir. Sonríe con piedad sobre mi angustia, se encoge de hombros y señala el horizonte donde se calman mis tormentas.
Me persigue el bendito perro. Bajo del caballo y tiro piedras para espantarlo. Guisset me observa, se calla y hace sus cosas. Por tantos años juntos y por tantas cosas. Tensigg me mira con curiosidad y anota. Algún día.
Tensigg me aburre una vez más con su discurso de que todo hombre viene a esta vida a enfrentarse con una parte única del destino. Que la suya tiene que ver con el pintor Courbet y su cuadro “El origen del mundo”. Que es difícil, que no sabe qué tiene que hacer, que su rompecabezas está incompleto. Como si nunca lo hubiera dicho, insiste en que hay hombres que vienen a la vida con todas las piezas del rompecabezas. Otros, tienen algunas. Él dice que tiene pocas y que es una desgracia. Puede ser que muera sin saber su relación con Courbet y el cuadro. Repite que si uno no arma su rompecabezas, vuelve por las piezas faltantes hasta encontrar la última. Luego, no vuelve más. Su parte, dice Tensigg y se refiere a mí parte del destino, es esta: Sacar ese monstruo del lago, llevarlo vivo a Buenos Aires y entregárselo a la mujer que amo. Dice que soy afortunado aunque presiente que falta una pieza. Le pregunto si no la habremos dejado atrás, el día de la partida en la terminal del Central Argentino o en algún vagón o en Neuquén, en el Limay, entre los arbustos del desierto. Tensigg no me contesta pero anota. Tengo miedo, le digo a Tensigg. Pregunta por qué. Le digo que si lo logro y saco al monstruo del Puelo y lo llevo a Buenos Aires, habré completado mi rompecabezas y cumplido con mi parte del destino. Tensigg me mira y calla. Ya no podré volver, digo. Tensigg me mira y calla.
Odio estas sombras, estas tormentas, este perro y el silencio inglés.
Imagino que saco al monstruo del agua y lo llevo. Estoy haciendo planos para construirle un hábitat, en el centro del zoológico, parecido al del lago. Va a venir gente de todas partes del mundo. Van a venir a ver al monstruo y al hombre que lo sacó del Puelo. Van a preguntar por qué lo hizo. ¿Quién puede entender las cosas que se hacen por amor? Sólo los locos ¿Quién va a entender que crucé el desierto nada más que para llevárselo a Nuria? Nada más que para demostrarle de lo que soy capaz de hacer por amor.
Cruzo este desierto de vientos, tormentas, sombras y perros. Lo cruzo envuelto en muchas cosas que no entiendo. Lo cruzo contra los ojos de Guisset y el cuaderno misterioso de Tensigg.
A veces, para distraerme, hablo en inglés con Tensigg. Hablamos del amanecer en invierno sobre el Michigan, de la niebla sobre la bahía de San Francisco o del sabor de la música en Nueva Orleans. También recordamos a Buenos Aires y las noches del Armenonville con ese muchacho gordo de garganta mágica. Guisset nos recuerda que ya van a llegar los primeros fríos, que nos van a hacer viajar contra reloj y vamos a estar entre la espada y la pared. Tensigg me mira y miro a Guisset. Es sencillo pero a veces no le entiendo nada. Creo que él tampoco se entiende.
Tengo una palabra que describe lo duro que es cruzar este desierto de sombras, tormentas, perros y monstruos, envuelto en la música insensible de la taquicardia. Esa palabra es: miedo.


Onelli:

Usted no sabe lo que es el miedo. Es la idea de que no voy a poder salir de esta casa o dejar a mi marido. Es no saber cómo explicarles a mis hijas el amor que nos tenemos. Es no saber con quién hablar ni a quién contarle lo que me pasa. Es mi padre y su corazón que podría no resistir. Es mi madre, que me mostró el diario el día en que salió su foto, esa fotografía que hizo que lo llamara al Zoológico. Fue su voz, Onelli, y yo que contesté. Fue su idea de encontrarnos en el Botánico y de sentarnos en el banco cerca de los Primeros Fríos. Fue su mano sobre la mía y el primero de los besos que nos dimos. Miedo fue la única noche de amor que tuvimos. Fue esa decisión de ir por ese monstruo como un regalo de su amor. Es una locura, Onelli. Por primera vez, en ocho años, nos vemos y usted se larga a la caza de un animal imaginario ¿Qué va a buscar, Onelli? Mate al que lleva adentro. Ese que me agarra por la espalda y me aprieta la garganta. Ese que no me llamó y no quiso saber nada de mí. Ese que quedó confinado en un encierro de ocho años comiéndose a Onelli, ese que lo escondió lejos de mis ojos y que usted dice que le prohibió verme ¿Por qué? Lo odio, Onelli ¿Por qué me abandonó? Amo a un hombre que me entró por los ojos hace ocho años en el Tortoni. Amo a ese hombre que me dio la única noche de amor. Amo a ese hombre al que no supe hacerle ver que él era lo único que me importaba en la vida. Amo a ese hombre que dejé ir y que desde entonces busqué.
Odio al que permitió que me casara y que tuviera hijas. Yo lo amaba ¿Por qué dejó que me fuera de su vida? Debo ser un monstruo ¿Qué habrá dentro de mí que me llevó a un exilio insensato entre los límites pequeños de un matrimonio sin amor, deseo ni pasión? ¿Qué me llevó a juntar mi vida a la vida aburrida de un hombre al que jamás respeté ni amé? Nunca voy a entender por qué le di hijos. Algo perverso y enfermo debe habitarme para haber rechazado el amor de usted. Es el miedo, Onelli. Es fácil vivir con un hombre al que no me une nada. Es difícil hacerme cargo del amor que siento por usted. Un amor que me llena de pánico, un amor que no sé cómo manejar. Un amor con el que no sé que hacer. Soy un monstruo, Onelli. Estoy enferma. Olvídeme. Pasaba todos los días por delante del zoológico y nunca dejé de pensar en usted ¿Qué hacía cuando le preguntaba a amigos comunes si lo habían visto, cómo estaba usted o si usted había preguntado por mí? Ay, Onelli.
El miedo es el amor que siento. Esta música insensible que no para.
Suya
Nuria



Nuria:
Así la amo.
Suyo
Onelli








A 21 días del Lago


La monotonía del desierto es interrumpida por los nombres. Ayer pasamos, cómo ráfaga, el cañadón de Piedra del Águila. Hubo polvo, tierra y premonición de jinetes. Nada impidió que continuara mi dolor de cabeza, que Tensigg garabateara sus notas y que Guisset me observara a la espera de movimientos fatales. Pasé la noche controlando el paso de las estrellas, el giro de las constelaciones. Dios puede dormir tranquilo. Todo estaba como lo diseñó. Esta madrugada el aire corre más fresco y los manantiales de Crammer protegen el sueño de mis amigos y desamparan mi insomnio. Cumplo mi rito inexorable. Les dejo una nota donde dice que nos encontramos al día siguiente a orillas del Collón-Curá y subo a mi montura. Cabalgo hacia el Oeste y sigo un rumbo que sólo está escrito sobre la tierra de los cañadones. Pasan las horas. El aire viene fresco. Le doy un rato de descanso a mi caballo, dejo que tome agua y trepo una pendiente para mirar el paisaje y ver quién me sigue. El volcán Lanín se eleva majestuoso. Una tromba de arena anuncia a alguno de mis perseguidores. Subo al caballo y me apuro. Pasa el tiempo y el terreno se vuelve boscoso y escarpado. Mi andar se hace lento. Guiado por huellas y algunas señas llego hasta la voz de Hauchter y su grupo. Lo encuentro, lejos de su destino, excavando la tierra. El cielo está lleno de nubes negras que traen lluvias. No me importarían las tormentas si no las sintiera tan personales como mi dolor de cabeza o mi insomnio. Algunos indios responden a indicaciones de Hauchter que ni siquiera aparta sus ojos de lo que hace. Me bajo del caballo. Alguien toma las riendas y se lo lleva. Me acerco al pozo en el que Hauchter, metido hasta la cintura, escarba con frenesí. Ignora que le apoyo una mano sobre el hombro y silbo una Tocatta de Bograntti. Su pala choca con tierra blanda y un objeto duro. Lo llamo por su nombre un par de veces y se detiene. Hay algo de perdido en su mirada, algo que he visto muchas veces en un espejo ¿Qué buscamos en la tierra, Onelli? Sus ojos azules se calman y se echa hacia atrás para descansar ¿Qué buscamos que no esté en nosotros? Dice y suspira. Era Brogantti ¿no? Eso que silbaba ¿Qué hago acá en lugar de estar con mi piano, mis partituras, mi familia? Como si yo no existiera, vuelve al pozo. Al rato se agacha, resopla, hace fuerza para sacar algo. Surge del pozo con una piedra extraña entre sus manos. Le pasa un trapo y me la extiende. Hace un gesto al grupo de indios que está a un costado y uno de ellos acerca una ginebra. Miro la piedra. Tiene la forma de una letra del alfabeto. Pienso demasiadas cosas. Empieza a llover. Los indios levantan lo que está tirado y luego se cubren debajo de unos toldos. Hauchter toma unos tragos. Anoche iba camino a remontar el Chimehuin, dice, un rayo de luna iluminaba este lugar. Veníamos cansados. Le avisé a los indios que pasaríamos la noche acá. Sin saber por qué pedí una pala, un pico e hice este pozo ¿Para qué? Señala la piedra. Sólo una rareza geológica, una pieza de vitrina, Onelli. Estoy tan cansado que creo que estoy loco. Se la doy para el museo de La Plata. Me ofrece la botella de la que tomo unos tragos y me pregunta que órdenes traigo del Ejecutivo. La lluvia nos moja despacio. Le transmito lo que el gobierno me ha pedido. Asiente y permanecemos en silencio bajo la llovizna. Al rato, busca entre sus ropas y saca un papel arrugado donde está escritas una letra M y una letra A. También eran piedras, dice, una la encontré a orillas del Escondido, en San Carlos. La otra, en el Puelo. Guarda el papel ¿Lo va a sacar, no? Sonrío y digo que tengo que partir. Me acercan el caballo y guardo la piedra en la alforja. Hauchter se acerca, me da la mano y me desea suerte ¿Era Brogantti, no? Extraño tanto mi piano...
Inicio el regreso bajo una lluvia que ha vuelto difícil el terreno. Mi cabeza va a reventar ¿Qué clase de rompecabezas habitamos? El hombre que nace, se educa, hace estudios, se casa, forma una familia, trabaja y, un día, muere ¿qué piezas junta y para qué? ¿Habrá hombres que viven sin sueños, sin rompecabezas? A veces preferiría vivir en paz, sin amor, sin pasiones, sin locuras. Pobre destino el de Hauchter. Tiene todo el planeta para excavar. Las letras que formen su palabra pueden estar en la China, en el fondo del mar, en el Polo, en un jardín de Dublin. Si lograra encontrar todas las letras de su destino ¿podrá entender el significado de la palabra que forman? Tensigg tiene razón. Cada hombre tiene su propio día y su propia noche. Esta piedra que me regaló Hauchter ¿será la pieza que me falta? Nuria, el Puelo, el monstruo ¿Cómo saberlo?
Cabalgo un par de horas bajo la lluvia con la mente en blanco. Un rumor de truenos me trae a la realidad. Una tormenta personal está sobre mí, adecuada a mi medida. Me siento un desgraciado con un par de pies demasiado grandes para mis botas. Tensigg y Guisset me esperan, no puedo abandonarlos. Un ruido me hace girar y veo la capota que flamea en medio del polvo. Clavo las espuelas en el lomo del animal y suelto riendas. El jinete no se queda atrás. Oigo un estampido y una bala me roza. Podría parar aquí y dejarme ganar por el calibre que fuera. Apuro el caballo. El jinete se acerca. Otra bala me zumba en el costado y rompe una piedra delante. Saco el 38 y disparo. El encapotado se agarra el brazo y se tuerce el caballo que monta. Un zumbido y ahora una bala me hacen un desgarro en la chaqueta a la altura del hombro. La tormenta se transforma en diluvio. Con el 38 en la mano miro hacia atrás y apenas distingo la sombra que se acerca. Disparo pero no creo dar en el blanco. No veo nada. Un zumbido y una bala hacen volar mi sombrero. Si tuviera mejor puntería, si fuera mejor tirador. Un relámpago me trae la visión del bulto que se acerca. Desmonto, espanto al animal y espero con el arma en la mano. Llueve. No veo nada. Pasan los segundos. Algo me hace presión en la espalda. Sólo un milagro me podría salvar: El amor de Nuria. Pero Nuria está lejos. Así es, dice a mi espalda una voz nasal y de tabaco, no puede escapar, suelte el arma y dése vuelta. Dejo caer el 38, giro con lentitud y aparece la extraña figura de mi enemigo. Me llamo Yáñez, dice, se saca el sombrero y se presenta. Miro la pelada del chileno, sus ojos claros e inquisidores, su nariz aguda de pájaro. Tiene cara de escritor de folletines policiales, digo. Yáñez se ríe. No escribo, dice, fabrico víctimas y cadáveres y usted va a ser el próximo. No me mire así... Acá hay un solo asesino, un solo monstruo. Usted. Me defiendo, digo, hago lo que puedo para seguir con vida. Y no crea que tengo muchas ganas, pero no puedo dejar las cosas por la mitad. Tengo algo que terminar en Buenos Aires. Sólo vivo para eso. No esté seguro, Onelli, dice Yáñez, no somos fundamentales, somos reemplazables. Nadie nos necesita realmente, nadie nos espera en ninguna parte, nadie va a llorar por nosotros, nadie rezará por nuestra alma. Usted está perdido dentro de algún espejo que lo lleva a vivir de espía o de asesino a sueldo. Cambie esa vida insalubre. Tenemos poco tiempo, digo. Yáñez se ríe y mira las nubes ¿Por qué no hace parar esta lluvia? Los indios cuentan cosas increíbles de usted pero ¿quién les puede creer? Cuentos de borrachos de ginebra y alcohol barato. Cuentos que nacen de vivir en estas soledades donde todo es posible, hasta monstruos lacustres. Parece mentira: el experto en cuestiones limítrofes dedicado a fábulas infantiles. Usted es un infeliz, Onelli. Va a morir, sabe. Mi gobierno cree que su desaparición le hará un favor a ciertos sectores políticos de la Argentina cuyos intereses son los nuestros. Va a morir sin ver ese lago y sin volver a Buenos Aires. El monstruo es un invento suyo tan monstruoso como usted.
Siento pena: no tendré otra noche con Nuria. Sólo un milagro. Yáñez gatilla el arma. Miro el caño del revolver. Usted no cree en el amor, digo. Se ríe. Fumaría una pipa si no fuera por esta perra lluvia. Me gusta hablar con usted, en serio ¿Quién cree en el amor, Onelli? Está herido, le señalo. Ignora la mancha de sangre que tiene en el brazo. Un rasguño, nada que importe, contesta ¿Ese dolor no le da algo de placer?, busco tiempo. Algo relacionado con el valor, sigo, si usted tuviera una mujer como la mía, una mujer a la que es imposible mirar a los ojos a 36 grados y no besarla, una mujer con silbidos de serpiente y labios de lunares, sabría lo que es escuchar una melodía solar de latidos.
Se sacude el agua de la cabeza ¿De qué habla? Palabras tontas de un tonto enamorado. Si lo que dicen los indios es cierto, haga algo y pare esta tormenta.
Sin saber por qué, muevo la mano en un gesto extraño y surge un resplandor entre las nubes. La lluvia se detiene. Yáñez abre los ojos, mira el color raro del cielo, me mira. Los indios dicen que no hay que dejar que Onelli mueva las manos, eso dicen. Ya es tarde, Yáñez, me adelanto, tomo el caño del revolver, se lo arranco y lo tiro a un costado. Arreglemos esto como hombres. Le doy un puñetazo en la mandíbula que lo hace trastabillar. El chileno se endereza y se me viene encima. Rodamos sobre la tierra mojada. Me incorporo y retrocedo hacia la pared rocosa. Se me acerca ciego con los puños delante. Una mancha oscura aparece a mi costado y en unos segundos estamos en la entrada de una caverna. Me larga un gancho que esquivo y le acierto con un puñetazo en la sien. Algo mareado, gira en el interior de la cueva, ve mi sombra contra la entrada y la ataca. Lo detiene mi bota que lo voltea. Cae sobre un suelo que se mueve. Me quedo quieto. Formas oscuras y pequeñas trepan sobre Yáñez que tarda en entender. Decenas de escorpiones negros lo pican. Grita desesperado pero es vencido en segundos por la entrada del veneno. Miro el cuerpo tirado que se convulsiona y el festín de escorpiones. En su próximo rompecabezas, dedíquese a literatura policial. Es un sueño más justo que el de ser asesino, digo. Salgo de la cueva y silbo para que vuelva mi caballo. El animal regresa manso ¿Quién es el monstruo, che? Sólo un milagro me podía salvar. El caballo relincha. Tenés razón, viejo. Sólo nos salva el amor y los sueños de amor tienen la magia de monstruos lacustres y de mapas diminutos. Voy a buscar un lugar que ofrezca reparo, me permita encender un fuego y le dé consuelo a mi insomnio.


Onelli:
Le quiero decir que no tengo palabras. Ando muda por la casa de esta familia que no conozco. Es linda gente, él es buena persona y las niñas se le parecen. Ando sin palabras en el exilio de esta vida de hogar que nada significa. Hace años, fue la posibilidad de escapar del miedo a amarlo. Fue mi escondite. Como antes lo había sido la casa de mis padres. Una casa donde no estuve cada vez que usted pasó a dejarme una carta. Después me casé con un amigo. Era más fácil. Sé que usted estuvo en la iglesia el día de mi matrimonio. Lo vi salir de la capilla ¿Qué hizo durante los años siguientes? ¿Dónde estuvo? Yo, en una casa con jardín, cocinera, amas de llave, gobernantas e institutrices, que ya estaba en derrumbe, cuando dejé el altar. Mi esposo no me tuvo nunca. Ni siquiera la noche de bodas. Vinieron mis hijas que adoro y sé que usted lo entiende. Fui una familia más: sin pasión, sin riesgo, sin valor, sin vida, sin gestos heroicos y sin necesidad. Los últimos años no quise que mi marido me tocara y no me tocó. A usted lo seguí en las conferencias, a las que fui y me ubiqué en las últimas filas, y en las notas de los diarios y las revistas. Lo vi, muchos domingos, en el zoológico, explicándole a la gente usos y costumbres de tantos animales. Usted construyendo esos templos persas o egipcios, su revista del Jardín zoológico, su tren lleno de niños, sus viajes por la Patagonia, la cordillera y sus límites con Chile ¿Dónde estaba cuando caía la noche sobre Palermo? ¿Dónde estuvo esos años? El domingo en que el diario La Nación anunció su descabellada aventura, mamá vino a primera hora de la mañana y me mostró su foto. Recibí su nota y salí sin pensar, sin avisar. Entré en el Botánico y la piel me llevó hasta Los Primeros Fríos. Me miró, lo miré. Habré dicho alguna tontería. Que las nieves del tiempo habían plateado su sien, por ejemplo. Tengo miedo de que algún día me descubra, se dé cuenta de quién soy y deje de quererme. Bastó que pusiera su mano sobre la mía. Me dejé llevar. Si su beso me acompañó durante años y fue difícil de tolerar, hacer el amor con usted ese día, me ha perdido. Sé que no habrá otros hombres y sé que no hubo ninguno antes de usted. Estoy con esta sensación física ingobernable de sentirlo adentro. Usted tan lejano en el exilio de esos bosques y yo tan sola en el desierto de esta casa que ya no existe. Me rindo, Onelli. Para qué luchar o contra qué luchar. No puedo estar sin usted. No puedo hacer otra cosa que esperar que saque a ese monstruo.

Sólo de usted y por el resto de los días
Nuria.


Nuria:

En la habitación que tengo por despacho, no está la mujer que tuve en mis labios hace ocho años. Tampoco, la que besé en el Botánico. En esa habitación no está el que dio la conferencia para enamorarse de usted. Tampoco el que se abocó, para no morir, a una clasificación inútil de insectos, hombres, mujeres e insectos. Sólo Dios sabe qué puede haber en esa habitación de la que regreso para seguir en este desierto junto a Tensigg y Guisset, jugando esta ruleta rusa con el destino y teniendo por arma a un monstruo lacustre. Estoy acá, sobre el polvo del desierto y montado en pelo sobre una espantosa tormenta.

Onelli








A 20 días del Lago


La noche del Veronal termina y siento cada golpe que me dio Yáñez. Hago un esfuerzo por levantarme pero me pesa todo: la espalda, los brazos, las ganas de vivir. Estoy solo. No hace falta que me aleje. Saco el espejo y observo mi cara: Dentro del marco que tengo en las manos está el que soy y que no se anima a mirarme a los ojos ¿Y si fuera la pieza faltante de mi rompecabezas? No quiero vivir con este dolor. Saco el 38, dejo una bala de mi calibre, giro el tambor y apoyo el caño sobre mi sien. No es mucho lo que pido. Aprieto el gatillo. Dios o quien sea, me tiene a su merced. El que está en el espejo me da la espalda y va en busca de comida. No es justo. Pasamos como naves que recorren un mar cuyos confines desconocemos. Pasamos como nubes que el viento juega y les cambia la forma. Pasamos como sombras de lo quisimos ser y no pudimos. Nada nos humilla más que no alcanzar lo que soñamos. Me duele todo: el cuerpo, el amor, todo.
Me incorporo, guardo el arma y el espejo, y miro el paisaje solitario que me rodea. El día trae un cielo despejado, saco un pedazo de galleta y trepo a mi caballo para regresar con mis amigos.
Una polvareda se alza por el Este. Otro jinete viene por mí. A escapar. Sigo sin ganas de morir.

Onelli:
Soy creyente y no puedo volver atrás. No quiero verlo otra vez. Usted puso su mano sobre mí y me expandió, miró mis ojos y entró dentro de ellos, apoyó sus labios en mi boca y me dejó desasosiego.
Tenía una vida ordenada, Onelli. Créame. Algo que no se debe abandonar. Un marido profesional, devoto, trabajador, buena persona. Un marido que se acuesta temprano y con pijamas. Es verdad: una maravilla de esposo. Él es lo opuesto al desastre que usted encarna: el desaliño, la ropa arrugada, los pelos en desorden, su mirada de Ícaro. Ese andar con un 38 en la cintura. Sus benditos papeles por todos lados que parecen enanos que quieren hacer su vida sobre la madera de su escritorio y los parques del zoológico. Parecen sombras que gritan, tormentas, perros. Está loco, Onelli. No puedo amar a un hombre como usted si estoy cuerda.
Qué le cuento de mis niñas. Espléndidas estas chicas. No sé a quién salieron. No a mí. Son ordenadas con los juguetes, la ropa, el cuarto. Juegan tiempos exactos que luego guardan para hacer sus tares escolares o recorrer con lentitud el volumen XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. Aprenden piano y a no apoyar los codos sobre la mesa. Permanecen en silencio cuando sus padres hablan. Tienen una ternura inagotable. No sé a quién salieron.
Es una pena.
No amo a mi marido, no me importa esta casa, no me interesa lo que la sociedad de Buenos Aires opine de nosotros. Lo único que deseo es ver al monstruo que es usted, una y otra vez.
Me he vuelto creyente, Onelli.
Cuando se ha visto a Dios, no se puede retroceder.
Con rabia pero
Suya
Nuria


Mi perseguidor se acerca de manera inexorable. No tengo escapatoria. Detengo el caballo, lo espanto y me apoyo en la tierra buscando hacer puntería. Comienzo a distinguir la forma del jinete que viene veloz y apunto procurando no fallar. Se acerca y descubro que es un mestizo. Un chasque. Llega con el potro sudado. Saluda y dice que cabalgó día y noche para alcanzarme. Busca en la alforja y me entrega varios sobres. Hay cartas de Nuria y una con instrucciones del Gobierno Nacional para que establezca contacto con la comisión de Forrester y de Leroy. Saco un porrón de ginebra y se lo regalo. El chasque se va dando gritos. Me alegro de no haberle disparado. Sigo cabalgando sobre la tarde con el silbido del viento en mis oídos.




Nuria:
Levanto una religión por el amor
Que siento por usted.
Suyo
Onelli.




Cerca del ocaso veo, a lo lejos, el resplandor del fuego del campamento. Pienso que mañana cruzaremos el Collón-Curá y llegaremos al Nahuel Huapí. Me alivia dejar el desierto. Me alegra andar por los lagos y los bosques. Me aterra que en alguna parte pueda haber perdido la única pieza que iba a justificar mi vida entera.



















A 18 días del Lago



Ayer fue un día de fiebre, miedo y ansiedad. Tensigg y Guisset quisieron saber acerca de mi viaje misterioso. Me limité a sacar la piedra que había desenterrado Hauchter. Eso bastó para que el rostro del inglés se desfigurara. Temblaba cuando la tomó y no dejó de tratarla como algo frágil. Dijo que la quería examinar y se apartó. Le conté a Guisset de mi encuentro mortal, la caverna de escorpiones y la llegada del chasque. Preguntó si había recibido correspondencia para él y si necesitaba algo para el dolor de cabeza. Le dije que mejor hiciéramos los preparativos para cruzar el río. El inglés estuvo un rato anotando en su cuaderno. Cargábamos nuestras cosas en la balsa cuando se acercó y me devolvió la piedra. No abrió la boca. Su mirada tenía dolor. Juntó sus pertenencias y las trajo. El cielo continuó despejado y la temperatura anunciaba la proximidad de los grandes lagos. Ya en la otra orilla trepamos a nuestras cabalgaduras y seguimos rumbo oeste. El paseo duró poco. En el este se levantaron columnas de polvo. No hizo falta que dijera nada. Sólo podíamos avanzar hacia delante. Un par de horas después, nuestros perseguidores se habían evaporado. Tensigg acercó su caballo al mío. Creo que estamos pasando los límites, dijo, no estoy seguro de que debamos saber tanto. Esa piedra estuvo enterrada cientos de años. El haberla sacado va a desencadenar eventos que no podremos controlar. Esa piedra, contesté, llegó a las manos de Hauchter, a las mías y a las suyas, para que tomemos decisiones ¿Qué le da miedo? El inglés miró la silueta de la precordillera y los lejanos picos nevados. Tendría unos diez años cuando mis padres me llevaron a Cardiff, continuó. Recuerdo el color de ese mar y mi curiosidad por lo que las olas dejaban sobre la arena. El día que regresábamos, el mar me dio una piedra parecida a la que usted me mostró ¿Qué quiere decir? Pregunté. Tensigg suspiró y se quedó pensativo. Cabalgamos la tarde por la planicie sin dejar de mirar hacia atrás. Creo que la taquicardia se podía oír. No hubo sombras ni tormentas. El perro se me adelantó veloz por el costado. Sobre el final del día, cuando vimos las aguas del Nahuel Huapí, Tensigg empezó a delirar de fiebre. Su cuerpo hirvió y tembló como una hoja. Lo acostamos. Nombró a Cardiff y a su padre. Habló de una piedra que se encuentra en Amsterdam y del pintor Courbet. Gritó que el monstruo del lago lo atacaba y pareció aterrorizado.
Bastante tenemos con nuestros rompecabezas como para apropiarnos de piezas ajenas, dije a Guisset. Vamos a pasar la noche acá, tratemos de bajarle la fiebre, agregué.
Guisset buscó entre sus cacharros y botellas y encontró una cuyo contenido pudo, a medias, dárselo a beber a Tensigg. Miré el cielo que comenzaba a titilar. La superficie del lago estaba en calma y el color de las nubes anunciaba un futuro buen día. Dejé a Tensigg bajo el cuidado de Guisset y subí a un punto elevado para mirar hacia el Este. Nada. Nadie. Un viento suave y un horizonte sereno. Regresé y encontré al inglés en un sueño envidiable. Su cuaderno estaba a un costado de su brazo. Lo tomé y pasé los dedos por las tapas duras. Estaba a punto de abrirlo cuando Guisset se acercó para anunciarme que había preparado algo para comer. Sonreí, dejé el cuaderno donde lo había encontrado, toqué la frente de Tensigg y nos acomodamos frente al fuego.
Todo pasa, comenté a Guisset que miró el cielo, suspiró y dijo: como las nubes. Una hora después, Guisset también dormía. Vigilé un rato las aguas acompañado del ritmo sin consuelo de mi taquicardia.

Onelli:
Lo amo. Vivo con angustia cada día que pasa. Oigo los pájaros del jardín y amanece. Despierto al que duerme a mi lado. No lo toco desde hace años, no le hablo y no se da cuenta. Despierto a mis hijas. Trabajo el día entero en esta casa. Es mi vicio para olvidarlo. Es mi vicio para no entregarme al miedo de amar y que esta seguridad que me rodea se derrumbe. Qué vicio inútil. Me muero por oír su voz o morder su labio ¿Qué me ofrece? Un amor que me aterra y con el que no sé qué hacer. Vuelva ya mismo. Olvide sus monstruos y sálveme. Temo que el mío me arranque de su vida. Trabajo, se hace de noche y otro día que se va. Todo pasa, amor.

Rescáteme
Suya
Nuria


Nuria:
El tiempo devora estrellas: déjese amar. Entreguémonos. Que se detengan las agujas de nuestro corazón.

Suyo
Onelli



Falta poco para el nuevo día y estoy frente al espejo. El otro que soy no quiere mirarme. No ve cómo el caño del 38 se apoya en mi sien sin temblar. Debiera saber que la bala que destroce mi cráneo nos liberará ¿Sabrá que el tiempo es inexorable? ¿Que nos acercamos? Gatillo pero sigo con vida. Qué decepción. No hay derecho que unos deban vivir tanto y otros tan poco.
Regreso al campamento para seguir con el peso cotidiano de mi corazón. Toco la frente fría del inglés y se despierta, bosteza, alaba el color profundo del cielo y se queda sin palabras cuando descubre el lago. Sale del saco de dormir como si nunca hubiera estado enfermo y corre hasta la orilla. Guisset prepara el desayuno. Tensigg vuelve, busca su cuaderno y me pregunta sobre profundidad, extensión en kilómetros, nombre de cerros y montañas circundantes y luego anota. Comemos y nos preparamos para navegar. Aparece la nave que nos cruzará. Sus velas negras desplegadas se acercan a la orilla y Buck, su capitán, salta a tierra. Nos abrazamos con afecto. Hace tiempo que no nos vemos. Le pido noticias de mis perseguidores. Se pasa la mano por la barba y se saca la gorra. Sus diminutos ojos celestes me observan con complicidad. Dice que no ha visto a nadie, que hacia el norte encontraron un hombre muerto cuyas facciones estaban desfiguradas, que los indios le han contado que hay jinetes que recorrieron el desierto y ahora los lagos, que suceden cosas extrañas: se forman y desaparecen tormentas, hay juegos extraños de luces y sombras, el desierto se llenó de perros sin dueño. Buck se encoge de hombros y agrega que desde que tiene memoria, siempre ha escuchado cosas raras. Nos hace subir, llevamos todo a bordo y zarpamos. Tensigg y Guisset se acomodan para mirar el paisaje.


Nuria:
Si tuviera una palabra, una sola, que pudiera hacerle comprender lo que siento por usted. Pero ya ve, las palabras no alcanzan, no pueden explicar la sensación física que tengo. Soy un romántico incurable que busca palabras que no alcanzarán jamás. Acaso todo lo que quiera decirle, ocupa el breve espacio de una pupila en la penumbra.

Suyo
Onelli



Onelli:
Para esta, sólo tengo una palabra
COMPLETUD
¿Qué más?
Suya
Nuria


Observo el color de las aguas del lago y los bosques que bajan hasta sus orillas. Al rato, entramos en la sombra de unos fiordos enormes. Nubes cargadas de tormentas tapan las cumbres. El agua está inmóvil y adivino el temor en la cara de Tensigg y Guisset. Hay silencio. Sólo se oye el chocar del agua contra la nave. Suena un estampido y otro. Alcanzamos a ponernos a salvo. Tensigg se acerca y me pregunta si sé de dónde vienen los disparos. Le contesto que no y otra bala zumba cerca. Buck aparece y cruza por delante de nosotros como si estuviera paseando. Se inclina sobre un par de lonas que parecen estar al descuido sobre la cubierta. Sonríe frente a dos cañones pequeños. Los acomoda y dispara. Se ríe. Mete otras balas. Guisset mira divertido y Tensigg, anota. Los tiros de Buck son certeros. Nadie vuelve a disparar, reaparece el silencio y el viaje sigue sin sobresaltos. Observamos desde lejos el puerto Anchorena de la Isla Victoria, pasamos puerto Blest y le pido a Buck que nos deje en el puerto Bueno de la Península de San Pedro. Bajamos nuestros caballos y bultos a tierra. Buck recomienda que me cuide y nos damos un fuerte abrazo. Fin del viaje en barco. Demasiados peligros por delante. No sé si será posible sobrevivir a tanto miedo.
















A 16 días del lago


Hoy hice algo intolerable. Dejé a Guisset y a Tensigg en el campamento a orillas del Lago Escondido y les avisé que regresaría a la noche. Cabalgué durante horas en dirección a las montañas, sin mapas ni brújulas, sólo guiado por mi par de alas rotas y la furia de mi espejo. Sobre el final de la tarde entré, sin hacer ruido, en la choza de la india. Estaba sentada frente al fuego con los ojos cerrados y los labios le temblaban. Dijo que me esperaba, que dentro de ella una voz le había avisado que los bosques me traían. Le contesté en su lengua y me incliné con respeto.
La india abrió los ojos, miró los míos, se puso de pie y me abrazó. Nos separamos e hizo un gesto para que tomara asiento frente a ella. Entonces me pidió que hablara.
La noticia del monstruo habitando las aguas del Puelo me despertó, dije. Estaba durmiendo un sueño ajeno o una pesadilla. Encerrado en mi despacho del Zoológico y entregado a una clasificación infinita. Me levanté para vivir mi sueño. Supe que no podía volver atrás, que tenía que resolver de una vez y para siempre el rompecabezas de mi destino. Busqué a Nuria, la mujer que siempre amé y me miré en sus ojos. Como un milagro, nuestro amor estaba intacto. Frágil pero intacto. Salí a cazar el monstruo para que ella supiera lo que podía hacer por amor. Pero hay otro monstruo que me recorre, que pretende que no vuelva a ella, que quiere que no regrese. Cada mañana trato, inútilmente, de verme en sus ojos. Nuria es difícil: se mueve entre el amor y el miedo, entre el dolor y el goce. La amo entera. Estoy recorriendo este camino con la seguridad de que no volveremos a ser los mismos y de que falta una pieza para completar el rompecabezas de nuestro destino.
Me puse a llorar.
La india se levantó, me abrazó con fuerza y me contuvo.
Lo envuelve el amor, dijo. Y el amor es para hombres valientes. Que yo sepa, usted es uno de ellos. Despliegue las alas y vuele. Sólo si vuela podrá ver la realidad.
La miré.
¿Nuria es la mujer de mi destino? ¿No será otra idea caprichosa como trepar los Andes y querer huir todo el tiempo?
Entréguese a amarla y que su amor dé muerte a ese monstruo que le anda por el cuerpo ¿Y si no tuviera que sacar al monstruo del lago? Es el hogar de la criatura ¿Qué ganaría encerrándolo entre rejas para que la gente lo observara? Usted es el peligro: un hombre enamorado, un loco, alguien capaz de hacer lo que quiere por amor. La sociedad no tolera a los hombres como usted, Onelli, pero usted sabe de valor y tiene suficiente para ser libre.
La india apoyó sus manos en mis mejillas y sonrió.
Busqué en mi alforja una foto de Nuria. La india la tomó, estuvo un rato en silencio y dijo: dígale que la amo. Bésela de mi parte. Es muy hermosa. Usted entra en ella por esos ojos y la recorre. Pero está tan asustada...
Es verdad que por sus ojos llego hasta su alma. También entro en la mía, dije.
Me levanté sin tener idea del tiempo transcurrido. Traté de dejarle alimentos como forma de pagarle. Lo rechazó y me dio las gracias por haber ido a verla.
Salí de la tienda y descubrí que se acercaba el ocaso. Por primera vez desde que había dejado Buenos Aires, sentía paz. Entonces, subí a mi caballo y cabalgué con las alas desplegadas.
Hoy le vi la cara a la verdad y no puedo ser el mismo.
Con las alas extendidas, vuelo por encima del bosque, rumbo a la caída del sol.

Nuria:
Sólo dos cosas me sucedieron en la vida:
Murió mi padre y descubrí que era mortal. Que los hombres pasamos como naves, como nubes, como sombras.
Un día miré sus pupilas y, desde entonces, me sé inmortal.

Si regreso por usted,
La amaré eternamente.
Suyo
Onelli


Onelli:
Sólo lo escuché hablar y me miró. Supe que no iba a tener paz hasta que me tocara. Me besó. Fue intolerable. Quise morir pero ya era imposible. Me hizo suya y me dejó sin fuerzas para escapar.
Onelli, lo único que me ocurrió fue usted. Me ha hecho inmortal.
Suya
Nuria
A 14 días del Lago



El único enemigo mortal que tengo es el miedo que me habita. Me acompaña en el vacío del insomnio y me empuja la sien en el caprichoso dolor de cabeza. Algún día no tendré miedo ni dolor y podré dormir. Ahora soy mi enemigo.
El espacio previo al amanecer tiene las características de una puesta en escena teatral. Cambió el marco, es cierto. Este acto lo ejecuto en lo imponente de los bosques y su silencio. Entra el mismo actor de siempre. Un hombre que pasó los cuarenta años, de pelo ondulado con algunas canas, anteojos, ojos claros de mirada penetrante y un físico cuidado. Se aleja del campamento con un espejo en la mano y un arma en la cintura. Anda un centenar de metros y se detiene en un claro entre los árboles. Apoya el espejo en la rama de algún alerce y mira el reflejo de su propia cara. Aparece, siempre con la mirada esquiva, la bestia que lo habita. No le pide razones. Quisiera que enfrentara sus ojos. Saca el 38 de la cintura y deja la única bala. Una bala que hasta el día de hoy se ha negado a besar su mejilla y a jugar el papel de Judas y entregarlo.
¿Quién dice que Tensigg tiene razón? ¿Quién dice que mi rompecabezas tenga que tener la forma de esta cacería de monstruos y amores? ¿Y si el rompecabezas fuera mi mano, el 38 y el espejo? ¿Si hubiera emprendido este viaje nada más que para saber quién soy? ¿Y si me faltaran muchas piezas que no voy a encontrar en esta vida? Tal vez, la empecinada bala de mi revolver encuentre mi sien en los próximos catorce días y esa será la verdadera respuesta a tanta pregunta. Sólo pido una bala. No hay derecho de que a un hombre se le niegue algo tan pequeño, tan insignificante, tan mortal.
Apoyo el caño en mi sien y gatillo. Nada.
Regreso al campamento y despierto a Tensigg y a Guisset para desayunar.
Guisset pregunta el motivo por el cual nos dirigimos hacia el lago con más lentitud. Dejo que tome un mate, que mastique un pedazo de galleta. Le digo que atravesar el desierto fue duro. Tantas trombas de arena, el calor, las moscas. Tenemos derecho a disfrutar del paisaje de los lagos y de los bosques. El tiempo es inexorable. Cuando nos querramos dar cuenta vamos a estar de nuevo en Buenos Aires. Guisset sonríe. Le falta llegar al lago, encontrar al monstruo, sacarlo, buscar los medios para que llegue al Zoológico, dice ¿Cómo lo va a hacer? Enumera la tarea titánica que va a significar todo eso. Tensigg nos mira. Por un rato deja de anotar en su libreta y dice que los trabajos de Hércules van a ser insignificantes una vez que yo haya dejado al monstruo en el zoológico de Buenos Aires. Les digo que tienen razón pero que no veo motivos para estar ansioso por llegar. Los dos niegan con la cabeza y se miran. Qué va a haber motivo, dice Tensigg y anota. Qué va a haber, concuerda Guisset y muerde una galleta.
Es el miedo lo que me hace marchar despacio. El miserable miedo. Pasa un rato y cada uno cavila sobre sus propios asuntos. Preparo mi caballo para salir. Guisset me pregunta adónde voy. Para el Mascardi, digo. Pregunta si quiere que lo acompañe. Le digo que es mejor que se quede con Tensigg. Podría llegar a necesitar datos históricos o geográficos.



Onelli:
Regrese. Se fue porque el único monstruo de esta historia está debajo de mi piel, en el color de mis ojos, en mis pupilas en la penumbra, en los lunares de mis labios. Soy el Afanc del estanque Llyn del río Conwy. Déjese caer dentro de mi remolino y no salga más. Soy una agripiana y mi cuello de cisne ya llevó la ternura a mi boca. Soy Ité. Por tratar de ocupar el lugar de la luna le ofrecí mi más horrible rostro. Soy An Niseag, venga al lago de mi corazón para dormir el resto de sus días.
Lo monstruoso en mi vida ha sido este amor que me paralizó. Tendría que escuchar su voz, su encanto y amarlo, de una vez y para el resto de los días, sin misericordia.

Perdóneme
Suya
Nuria


Nuria:

Apartémonos uno del otro ¿Qué clase de monstruo guarda adentro? El mío es un desgraciado, que se perdió y al que le construí una cárcel, dentro de un espejo, para que estuviera callado y no alterara los nervios de la gente contándoles una triste historia de amor. Es una pena. No es malo. Su destino es comer a Onelli. Algunos días de otoño, lo buscaba al afeitarme. Miraba el dolor en sus ojos vacíos. Lo observaba darse vuelta para ir a comer algo de mí. Pobre criatura: predestinada como Judas, desde el comienzo de los tiempos para un rompecabezas ajeno ¿Dónde estuve, amor? Trabajé en mi querido zoológico, en mis conferencias, en mis artículos para La Nación, en mis viajes por este país soñado por el genio de Verne. Para olvidarla, me entregué a la tarea inútil de hacer una clasificación enciclopédica de los insectos, hombres, mujeres e insectos. En mis ratos libres, encerrado en mi despacho bajo tres cerrojos, sólo me dediqué a eso. Podré sentir lástima por el hombre que dedicó su tiempo a una clasificación mágica o por el que encerré en el espejo para que no molestara con su llanto. Ambos están pagando el dolor de su ausencia. Y lo están pagando, yendo al encuentro del enorme caracol que nos espera en las aguas azules y frías del lago lejano. Pero usted, amor, guarda algo más insensible y plural. Mire su corazón y descubra qué ser se escondió para enfermarme del mío y llevarme a ese exilio de espejos e insectos. Tal vez es inútil todo. No nos echemos culpas. Matemos nuestros animales fabulosos y apartémonos uno del otro para siempre. Tal vez sea inútil todo y no nos quede más razón que amarnos sin pausa, por los próximos cuarenta años de nuestro precioso tiempo.

Atormentado pero suyo
Onelli



Dejo el campamento y el caballo vaga por el bosque. Hay rumor de cascadas y arroyos. El aire es tibio. Al rato me desvío por una huella que me conduce al borde de un precipicio que termina en las aguas del Mascardi. El lago está calmo y las montañas se reflejan sobre la superficie. Hay silencio. De pronto se oye un ruido de ramas que se quiebran. Me doy vuelta y veo el caño de la pistola que me apunta. Detrás está Rodríguez. Morir así, lejos de Nuria, es injusto. Rodríguez sonríe. Creo que hasta acá llegamos, Onelli, dice. Tiene suerte. Aguirre es más jodido. Lo hubiera hecho sufrir. Le gusta matar despacio. Es que le gusta mucho, dice y se encoge de hombros. Hay que ser profesional, viejo. Limpio y rápido. Rodríguez, cansado, se pasa una mano por la cara. Mire que le hemos hablado, se lo hemos pedido, le hemos explicado la importancia de las fronteras para el ejército, le ofrezco plata, tierras ¿Qué quiere, Onelli? Todos tenemos un precio. No me venga con zonceras. Todos tenemos un precio. El suyo no puede ser tan alto. Este país, dice Rodríguez sin mover el caño del revolver, lo manejamos nosotros. El presidente y el Congreso Nacional son instrumentos que usamos para tocar nuestra música. Quieto, Onelli. Los brazos arriba. Igual, dentro de poco, los va a tener al costado para siempre. Sólo nosotros podemos gobernar y ¿sabe por qué? Tenemos la fuerza y el que tiene la fuerza tiene el poder. Nosotros y la santa Iglesia. El ejército y el amor de Cristo, Onelli. Esos doctores de Buenos Aires, dice y revolea el revolver, esos tontos de levita que se hacen los protocolares y arman discursos llenos de pompa... La pompa y las leyes no sirven, viejo. Lo único que puede hacer funcionar este mundo de imbéciles dóciles es la iglesia, el orden y meta palo, che. Los tipos como usted, son una cosa molesta. Libres, hacen lo que quieren. En este mundo no se puede hacer lo que se quiere. Piense, Onelli. Usted no ve que tiene una responsabilidad para con los demás. Vivimos juntos. Lo que hago le afecta al vecino. No puedo hacer cualquier cosa. Imagine a todo el mundo haciendo lo que se le da la gana. Este, deja a su mujer, la otra se acuesta con el primer fulano que se le cruza. El de más allá, roba, el de más acá, no va a trabajar porque no tiene ganas. Yo no hago lo que quiero, Onelli. El mundo sería un caos. Y Dios, dijo: Al principio era el caos, y lo ordenó. Nosotros cuidamos al caos de tipos como usted, viejo. Lo miro. Lo que propone es un Apocalipsis a la criolla, che, digo y espío el abismo a mis espaldas. Haga lo que quiera con su mundo, sigo. El mío, es mío. Mi responsabilidad es para conmigo, vivo para mí. Y le aseguro, que la vida es más corta de lo que parece o de lo que uno cree. Palabras de algún anarquista, dice Rodríguez. Hay que matar a todos los tipos como usted y a los que les dan la letra para sus partituras de libertad. La libertad no existe. Rodríguez hace un disparo a mi costado pero no me muevo ¿Ve lo que digo? Dice. No me escucha. O es imbécil o es un loco. El anarquismo está arruinando al país. Usted no tiene principios ¿Qué ejemplo es para la sociedad un hombre así? Un hombre no debe hacer lo que se le da la gana. Estoy cansado, che ¿Sabe la de tipos a los que convencí en estos años? Tipos como usted, con discursos como el suyo. Tengo la facultad de ofrecerle lo que quiera ¿Quiere el Nahuel Huapí? ¿Que parte del desierto quiere? Se lo doy todo. Elija la cantidad de leguas que pueda imaginar y son suyas. Estoy cansado. Es absurdo morir así, lejos de Nuria. Lo que quiero no tiene precio, digo, lo que quiero es lo que amo. ¿El zoológico? Se ríe Rodríguez. Es más imbécil de lo que suponía, Onelli. ¿El zoológico? se ríe. De pronto se pone serio. Los indios dicen que no hay que acercarse a Onelli, que hay que matarlo desde lejos, que uno, cerca, pierde ¿Usted quién es, Onelli? ¿Dios? No le tengo miedo, dice Rodríguez y se pone, en tres pasos, frente a Onelli y apoya el arma entre sus ojos ¿Quién se cree que es? ¿Dios? Soy un Dios, digo, que pretende fundar una dinastía de soñadores en la que usted no tiene lugar. Rodríguez gatilla el arma. Lo empujo y, con un giro rápido, salto al abismo. El agua del lago se acerca a toda velocidad. Me hundo y tardo en salir. Nado hacia la orilla. Llego dolorido. El golpe fue fuerte. Tengo frío. Oigo la voz de Guisset que me llama a gritos. Acá, acá, contesto. Aparece la figura tranquilizadora de Guisset ¿Qué le pasó? ¿Está loco? No son horas de nadar y menos vestido, dice Guisset ¿Y Tensigg? Pregunto. Lo dejé entretenido en su rompecabezas de Londres, volvamos al campamento, necesita ropa seca. En el camino de regreso, me apoyo en el brazo de Guisset y digo: No quiero morir lejos de Buenos Aires. Sobre mi cadáver, dice Guisset y se saca el abrigo y me cubre los hombros.

















A 12 días del lago

Forrester no ha cambiado. Los mismos gestos suaves, su pelo rubio a pesar de los sesenta años, las arrugas de la cara marcadas por el sol, su escopeta de dos caños, apuntándome. Anda de suerte, Onelli, dice. Ayer, en el mismo lugar donde usted está parado, le disparé a un individuo que no tuvo la delicadeza de presentarse. Se detuvo, viera sus manos deformes sujetando las riendas, apenas le veía la cara y me preguntó, a los gritos, dónde quedaba la picada más cercana para salir de este bosque. Le dije que no sabía, que llevaba años perdido en esta espesura. Que tenía ya pocos indios porque el resto nos había servido de alimento. Que la carne de indio es menos gustosa que la de un porteño y que me ponía contento que algún forastero se acercara a hablarme.
Me río y bajo del caballo. Forrester apunta su rifle para otro lado y me abraza. No me creyó, sigue Forrester, hasta que hice el primer disparo y le volé el sombrero. Se fue al galope tendido, en dirección sur. No regresa más. Lástima. Hubiera sido un cambio saludable en la dieta de mi comisión. Vamos hacia la tienda y me pregunta acerca de Buenos Aires, del Neuquén y del monstruo del lago. Le digo que Buenos Aires está en el mismo lugar, que no la han movido porque lo más difícil es mover el río, y que sigue siendo el lugar del mundo donde mejor se come. Forrester señala unos fémures que están al costado de la tienda y dice que lo que le dijo al intruso era verdad. Estaba harto, necesitaba volver y un cambio de dieta. Tal vez, ser vegetariano por un tiempo, agrega.
Le cuento mi travesía desde que salí de Buenos Aires, los acontecimientos del tren, la persecución implacable por parte de los jinetes y mi reunión con Hauchter. Ese, al que usted le disparó, digo, es uno de los que mandaron por mí. Lástima que no lo haya matado. Tendría un problema menos. Y usted, hubiera hecho flor de puchero.
Forrester se ríe como un loco. Y el monstruo ¿lo va a sacar? Pregunta ¿en verdad lo va a llevar a Buenos Aires? Miro los ojos extraños de Forrester ¿Lo ha visto? Se pasa la mano por la barba rubia y me hace entrar en la tienda. Nos sentamos, busca una botella, toma un trago, se seca la boca con la manga y me la pasa. Un par de veces, dice, lo vi un par de veces el verano pasado. Había bajado hasta Tres Picos y descansé unas horas frente al Puelo. Hice fuego, comí y me eché a tomar una siesta. Me despertó un ruido de aguas. Como cuando sopla viento bravo y está agitado. Allí estaba, una especie de caracol gigante, lustroso, de cuello muy largo. Entraba y salía del agua a unos diez metros de donde yo estaba. Lo vi bien. Una criatura fabulosa. Se sumergió y las aguas se calmaron. Seguí viaje hacia el sur y, de regreso, decidí mirar otra vez el lago ¿Qué había visto? No lo sé, Onelli. No estoy bien de la cabeza ¿sabe? Forrester se señala la sien y cierra los ojos. Tantos años lejos de la ciudad y del contacto con la gente. Tantos años marcando una frontera que avanza y retrocede como una enfermedad incurable ¿Qué perseguimos? ¿Qué venimos a hacer? La gente normal hace una vida normal. Estudia, busca una muchacha de buena familia y se casa, tiene un trabajo reglamentado, un grupo de amigos con los que jugar al billar e ir de juerga y un par de chiquilines que den vueltas a la mesa y digan papá. Miro a Forrester que toma un largo trago de ginebra.
Cuando volví del lago era de noche y había luna, sigue. Las aguas estaban tranquilas como en un sueño. Me paré en la orilla. A unos metros de donde estaba surgió una mujer hermosa. Créame. La luz de la luna le caía por el pelo largo hasta la cintura, le ponía brillo en los ojos, en los labios. Estaba desnuda. Entró despacio en las aguas, se sumergió y salió a la superficie con su lomo oscuro, brillante y con su cuello largo. Trepé a mi caballo y juré no comer más carne humana. Nada bueno puede salir de esa mujer. Sólo magia, locura y abismos. No quiero eso, Onelli. No estoy bien. Una mujer así me llevaría a alguna parte de la que jamás podría volver. Forrester me pasa la ginebra, tomo un trago y se la devuelvo ¿Qué límites estamos ayudando a demarcar, mi amigo?



Nuria:
Hay una sola frontera que no puedo definir: su cuerpo. Se me hace difícil saber dónde comienza. Acaso en la punta de mis dedos que salen de mi piel a explorar la suya, acaso en las líneas que mis uñas señalan en los costados de su espalda, acaso en la relación de mi boca con sus vértebras. Salir de mi cuerpo para llegar al suyo es la aventura más hermosa que emprendo. Salir de mis ojos para caer dentro de sus pupilas tiene un giro poético y peligroso que cualquiera envidiaría. Mis manos que acariciaron sus muslos en la noche, fueron la empresa más conmovedora y peligrosa. Con usted, me expongo, pierdo noción de tiempo y espacio y estoy seguro en casa y, a la vez, perdido en medio del desierto.
Nunca puedo definir la frontera de su piel porque su piel se continúa con la mía y al final de ellas, morimos un poco, cada día, los dos.
Suyo
Onelli



Onelli:
Déjese de embromar. Escúcheme: hay una sola línea para demarcar y establecer con precisión. Ese límite borroso está dentro de mí. Va a necesitar un mapa imposible y único que debe estar en un lugar fuera de lo común. No lo puedo ayudar, es una pena ¿no? El único mapa capaz de llegar hasta el centro de mí está en un sitio que va a aparecer por un instante, en un lugar determinado y por unos segundos, nada más ¿Se imagina estar en otra parte en ese momento y perder ese mapa para siempre? No lea en mis palabras algo perverso. Le digo lo que mi corazón dice y el corazón jamás se equivoca. Usted siga las órdenes del suyo y que Dios lo haga estar donde debe, en el momento que corresponda. El resto ya no depende de nosotros ¿ve? El resto es este amor como el caparazón de un pequeño caracol. Esta mañana, el mate me hace decir tonterías. No, lo que me hace tan tonta, Onelli, es la sensación física suya que me sigue recorriendo el cuerpo y que es la más poderosa de las drogas que he probado. Dios se apiade de nosotros, nos perdone y nos deje en paz. Es demasiado loco lo que digo en esta mañana de jueves con el sol que entra por la ventana y se come con gestos de caníbal el recuerdo de nuestras espaldas, lo que queda normal de mi piel. Nos dolemos de amor, Onelli. Basta, por favor, basta con esto, que nos va a matar. Espero que a ningún otro italiano se le ocurra leer “Los hijos del Capitán Grant”. Esté, en la hora que corresponda, en el lugar donde va a aparecer el mapa que lo conduzca hacia el centro de mí.

Estoy entregada a Usted
suya
Nuria

Forrester se queda un rato en silencio. Busco el documento con las nuevas órdenes del Gobierno Nacional para él y se las doy. Sus ojos recorren la página con las firmas al pie. Cualquiera gobierna este país sentado en un cómodo sillón en Buenos Aires, dice. Que vengan acá a entenderse con indios borrachos, forasteros peligrosos, mujeres que entran y salen de los lagos, fronteras que se mueven como si tuvieran vida. Que vengan acá. Forrester me mira. Le digo que tiene razón, que termine el trabajo para el que está comisionado y que vuelva a la ciudad. Que tiene amigos y que lo aprecio mucho. Sonríe. No creo que pueda volver, dice. Es tarde. Ya empecé a comerme a Forrester y no creo que pueda detenerme.
Lo miro con piedad.
Escúcheme, Onelli. Si regresa... escúcheme bien. Vaya al Puelo y saque a esa mujer del lago. Es un monstruo. No lo lleve a Buenos Aires. Nada bueno puede habitar su corazón. Sólo sombras y tormentas. Salvo usted, no conozco a nadie capaz de amar a una mujer así. No conozco otro que pueda recorrer los abismos sin caerse. Entonces, sáquela del lago, dele muerte y, si regresa, levante una religión por lo que siente por ella y una tumba simple donde, alguna vez, puedan descansar mis cenizas.














A 10 días del Lago



La orilla oriental del extremo sur del lago Guillelmo es un buen lugar para morir. No puedo seguir adelante. Vamos todos perdidos por este mundo de locos. Hauchter con sus letras, Tensigg con sus notas, Nuria con sus fobias, Forrester con su dieta y su frontera, Guisset con su amistad suicida. Salgo de la tienda empujado por el fin del insomnio y me encuentro con un cielo encapotado que llovizna. El perro esta echado a un costado. Ni bien me ve, se levanta para seguirme. Lo espanto con una piedra. Al rato, se acerca una sombra. Surge entre los alerces y se aleja al ver que llevo mi mano al 38. No sé que decir de las tormentas. Llueve todo el tiempo sobre este país. Creí que era el mío. Ahora me doy cuenta de que estoy lejos, que he cruzado innumerables fronteras. Que este país que cabalgo hacia el lago es extranjero. El agua toca las piedras del Guillelmo. Apoyo el espejo y me miro. Nada. Ni mi reflejo. Sólo escucho ruidos de alguien que come con voracidad. Pongo la bala en el tambor del 38. No entiendo que sea tan difícil. Giro el tambor y apoyo el revólver sobre mi sien. Gatillo. Nada ¿Qué me tendrá preparado el destino que no me deja morir en este país extranjero? Vuelvo al campamento y busco mi caballo. Necesito aire. Voy a galope tendido bajo la llovizna, recorro la orilla, trepo una pendiente escarpada.



Onelli:
Cada vez que está fuera de mi cuerpo, está en el extranjero. Puede ocurrir acá, en casa, mientras lavo la ropa. Parte de usted me mira desde la escalera del costado. Mira con detalle el movimiento de mis dedos. Me hace reír, me hace sufrir de extrañarlo tan lejos en ese viaje del que sé que no va a volver. No me mienta, Onelli. Sé que no va a volver. La gente cree que lo de afuera es mejor que lo nuestro. Que afuera todo es más grande, más colorido. Creen en el extranjero sin darse cuenta de que la palabra lejos, empieza en el borde de la piel. Míreme. No estamos lejos, Onelli, y basta que lo diga para que usted vuelva a mi cuerpo y lave conmigo la ropa. Para que sienta su pecho contra mis vértebras y su respiración en el costado del cuello entre el pelo. Siento sus manos sobre las mías y usted que aspira mi olor. Otras veces, estoy en la sala y leo artículos que usted escribió sobre la Patagonia y la cordillera. Los leo con su voz, sus ojos, con usted entre mis dientes. Es tan intolerable lo físico que no lo puedo aguantar. Claro que dejo que esté dentro de mí y ande por donde quiera. Explore, busque monstruos, que seguro los hay. No tendría que haber hecho el amor con usted. No tendría que haber dejado que me tocara. No tendría que haberlo mirado aquella noche, ocho años atrás ¿A qué fui? Si sus conferencias nunca me interesaron ¿Cómo entré allí? No es una zona de Buenos Aires que frecuente ¿Qué hizo que me quedara como una serpiente escuchando sus palabras en una lengua desconocida? Juro que no entendí de qué habló. Escuché un idioma que no había oído antes. Escuché una música, un color y un ritmo que eran para mí sola. No tendría que haberme quedado para mirar sus pupilas ¿Para qué? Sabía qué iba a encontrar. No tendría que haber dejado que me llevara al Tortoni. Pero me entregué. Soy la mujer de este extranjero, pensé. Y usted lo notó en la forma en que lo miré. Me dejé llevar prisionera hasta la puerta de mi casa. Después me encerré. Me declaré enferma. Dije que no estaba. La señora se fue de paseo con el señor esposo. La señora está en misa. La señora tiene meningitis. La señora se tomó unas largas vacaciones desde el 23 de junio hasta el 29 de noviembre. Primero, la Habana, después París, después Nueva York ¿Entiende? Lo que quería darme era más de lo que podía tolerar ¿Qué iba a hacer conmigo? Me escondí. Perdóneme. Hice lo que pude que fue bien poco. La señora se murió. No lo vi en mi funeral ni mandó una corona. No lo vi sosteniendo una de las manijas de ataúd. No lo vi, llorando bajo la lluvia, no lo vi cubrir el piano con un crespón. No lo volví a ver, Onelli. ¿Dónde estuvo? ¿Qué hizo? Odié que no volviera a buscarme. Odié que no insistiera y me despertara. Odié que no me hiciera abrir los ojos. Créame, tal vez necesitaba una buena bofetada. Se encerró en ese estúpido zoológico con esos estúpidos animales para hacer estúpidas clasificaciones de insectos hombres mujeres e insectos. ¿No le parece raro clasificar dos veces el mismo insecto? No me mienta, Onelli. Sé que no va a volver. Está buscando que alguien lo mate: algún indio, algún espía, algún milico, usted y su 38, el monstruo del Puelo. Está buscando que alguien lo mate, para no volver a decirme que está enamorado como no recuerda haberlo estado antes, ni siquiera hace ocho años, cuando se enamoró de mí por primera vez. Está buscando que alguien lo mate para no devolverme lo que me corresponde. Mi amor. Está en casa, Onelli. No está en el extranjero. En este mismo instante, usted tan lejano por el sur, está de nuevo, dentro de mí.

Perdida en Buenos Aires
Suya
Nuria
Nuria:
La vida era un lugar de este país donde escribía. Daba forma a mis artículos de costumbres, telares, Patagonia, Cordillera y cuántas cosas.
Ahora la vida es el extranjero de estas páginas en blanco que el viento despega de mis manos.

Desde un lugar lejano
Para siempre suyo
Onelli



La vista del Guillelmo desde arriba es fascinante. También lo es el caballo que encuentro y que come pastos tiernos. Sin hacer ruido me acerco a Rodríguez que, desde el borde del precipicio, respira hondo y observa el horizonte, los bosques de coníferas y las aguas del lago. Se desabotona la bragueta y empieza a orinar. Las luces del amanecer trepan con tonos rosados sobre la lejanía. Rodríguez oye el ruido de las ramas y se da cuenta de que ya está muerto.
Siento alivio, dice. Sabía que era cuestión de tiempo. Tarde o temprano, lo iba a encontrar. Los indios dicen cosas increíbles y uno termina por convencerse.
Siga orinando, digo apuntándolo con el 38. Uno debe hacer lo que el cuerpo pide, ya hablamos de estas cosas pero usted no estaba de acuerdo. Cómo ve, tengo razón. Mi cuerpo me lleva a hacer esto que hago, ser libre. El suyo lo lleva a la traición. Es raro. Usted desconoce la idea filosófica del rompecabezas de Tensigg. La Iglesia no tolera ideas diferentes a las propias. Raro ¿no? Las ideas que dejó Cristo son bien distintas: tolerancia, la otra mejilla, la primera piedra. Se juntó con enfermos, prostitutas, recaudadores de impuestos.
Usted es un hereje, dice Rodríguez, se sacude y se cierra la bragueta. Es un hereje y un animal y su cerebro animal no le permite ver que somos mortales.
Lo que usted dice, es justo el punto que no entiende ¿ve? Digo. Los animales son inmortales porque no saben que van a morir. Yo le doy rienda suelta a mi lado animal. Siempre. Pago este precio intolerable de saberme inmortal y varios más que, para qué contarle ¿no?
Cuénteme, dice Rodríguez, Total. Haga lo que tiene que hacer. Ya terminó todo hace un rato, cuando empecé, por error o romanticismo, a orinar contra el precipicio y el amanecer. Lo mío fue fugaz, es curioso. Tanto perseguir anarquistas... Terminemos con esto. No tengo miedo, en serio.
No lo entiende, Rodríguez, digo, para la próxima vida, le recomiendo más flexibilidad. No trate de buscar anarquistas en cada persona que pretende vivir sin molestar al resto.
Rodríguez mira las luces del amanecer. ¿Para qué darse vuelta y ver la cara de Onelli y su revolver? Ya es tarde.
¿Matarlo? No podría, pienso. No puedo matarlo, ya es tarde. No tiene ni una pieza de su rompecabezas y va a volver por todas las que necesite y las veces que sea necesario. Pobre tipo.
Rodríguez se ríe. Usted no sería capaz de matar a un hombre de espaldas, dice. No me va a matar.
No ve cómo guardo el 38 en el cinto y me meto las manos en los bolsillos. Empieza a cantar el Himno y salta al vacío. No lo puedo creer. Me acerco al borde y veo, al fondo del abismo, el cadáver del militar. Entonces, miro la llovizna que no cede y busco mi caballo. Tengo ganas de volver al único sitio de este país extranjero donde estoy tranquilo: el campamento.




A 8 días del lago



Llueve. El cielo continúa encapotado, gris y se mueve un viento frío. Salgo de la tienda en la que duermen mis amigos y me alejo buscando un claro del bosque. Apoyo el espejo en una rama y me observo. Nada. Ni la mirada perdida bajo los anteojos, ni el pelo revuelto. Ni siquiera el cansancio, la desesperanza, la pena. Nada del hombre que soy. Hace varios días que miro el espejo y sólo veo el vacío ¿Dónde se esconde? ¿Para qué? ¿Cómo matarlo si me evita? Saco el 38 y pongo la bala. Giro el tambor y apoyo el arma en mi sien. Gatillo. Nada. Daría cualquier cosa por terminar con esta angustia. Estoy a ocho días de mirarle los ojos a la única verdad que he venido persiguiendo por el desierto, por los bosques, por mi vida. Tengo poco tiempo para encontrar la pieza faltante y armar mi rompecabezas ¿Y si en lugar de llevarlo a Buenos Aires tuviera que poner el 38 en su sien y disparar? ¿Si tuviera que meterme en sus fauces y comer la pieza corazón de mi destino? ¿Si tuviera que cruzar las puertas de la ciudad con su cadáver en mis brazos? ¿Qué sucedería si regresara con sangre en las manos, sangre en el cuerpo, sangre en cada cosa que tocara? Sólo tengo la seguridad del miedo. Como un credo, repito: voy a llegar hasta las aguas del lago, voy a sacar al monstruo, voy a llevarlo a Buenos Aires, se lo voy a dar a Nuria como prueba de lo que soy capaz de hacer por amor y no sé si mi corazón va a resistir.



Nuria:
Ayer ocurrió algo único. Guisset y Tensigg estaban inmóviles dentro de sus sacos mientras yo escuchaba el sonido de la lluvia. La música del agua cambió por una neblina blanda que recorría la superficie quieta del lago. Estaba parado en la orilla, subido a una gran piedra, esperando. Un viento suave separó el manto de neblina y abrió un corredor largo de agua. A lo lejos, algo trazó un círculo sobre el lago. Algo que cobró la forma de un lomo oscuro que se sumergió con una gracia pavorosa y levantó un chorro breve. Más círculos se formaron y sentí que mi corazón se descontrolaba y me latía en el cuello y dentro de la boca. Con ondulaciones largas, el monstruo se acercaba más y más. Deseaba ver su cuello largo, su cabeza diminuta. El lomo brillante creaba círculos concéntricos que se expandían hacia las orillas. De pronto, cambiaba de color y tomaba el color de su cuerpo y era usted, mi amor, que ondulaba desnuda en las aguas frías del lago. Entraba, salía, se sumergía y era usted, majestuosa, la que me enloquecía el corazón. Sólo el color de su espalda, sus piernas y su manera de sumergirse en las aguas. Desperté de mi sueño antes del amanecer y sentí la dicha del hombre que se queda dormido sin darse cuenta. Entonces, lloré.

Su soñador suyo
Onelli



Onelli:
Difícil que usted entienda el exilio del sueño, el sabor de su mágica inconsciencia, su piadosa capacidad de salvación. Qué daría por tenerlo dormido entre mis brazos y soñar con un futuro imposible. Qué daría por salvarlo del miedo y que usted supiera que el único sitio en que no es extranjero, es mi corazón. Qué daría por mirarlo dormir sobre mi pecho. Anoche sentí que eso ocurría, que acariciaba su pelo y usted me hablaba hasta entrar en el sueño. Que le sacaba los anteojos y lo acomodaba mejor contra mi cuerpo. Después me dormí y tuve un sueño ajeno. Nadaba desnuda en medio de aguas fría cubiertas por una neblina tenue que se abría. Usted estaba en la orilla, lejos. Mirándome. Me sumergía una y otra vez. Usted sabe lo que amo el agua, lo que me gusta nadar. Me acercaba a usted y sentía que lo amaba tanto, me acercaba a usted y mi cuerpo cambiaba de color y se volvía gris y brillante y era el monstruo que se dirigía a su encuentro. Desperté de mi sueño con el cuerpo mojado, la cama empapada y sin saber si había llorado tanto de extrañarlo o de nadar en las aguas de este tiempo y esta distancia que nos separa.

Suya
Mojada, condenada, pero
Suya
Nuria



Vuelvo al campamento. Tensigg despierta y pregunta si sigue lloviendo. Guisset pide que lo dejen dormir, que no vamos a poder movernos bajo la lluvia y se da vuelta y vuelve a roncar. La lluvia es tenaz. Tensigg sale de su saco y se para a mi lado con el cuaderno. Me pregunta si recuerdo cuándo comenzó a llover y cuántos milímetros habrán caído. Miro al inglés ¿Qué escribe con su letra de araña? ¿Qué anota que pueda servir y a quién? ¿Toma datos para la Corona? ¿Toma claves para escribir sus memorias: “en 1920 acompañé a Onelli a sacar el monstruo del lago Puelo... Estábamos locos... todos”? ¿Escribe para contarle a sus nietos qué clase de gente vive en este país perdido en el sur de un continente extraño? Qué daría por saber lo que Tensigg escribe. Pasamos el resto de la mañana dentro de la tienda jugando al ajedrez y hablando de la tormenta.
Guisset despierta al mediodía, reparte algo húmedo para comer que nadie sabe qué es y sigue durmiendo. La tarde es de jugar al dominó, más ajedrez e irónicamente, de tratar de armar un rompecabezas, de la ciudad de Londres, con mil piezas de las cuales tengo escondidas diez. Es un dibujo de la capital de Inglaterra con sus calles, puentes, monumentos, sus barcos, gente, animales, la famosa torre ¿Qué más? Es el dibujo de una ciudad que jamás se va a poder completar mientras tenga escondidas las piezas.
No es verdad que la lluvia nos tenga inmovilizados. Me ata el miedo a seguir avanzando.
Cuando anochece abandono el armado del rompecabezas londinense y salgo de la tienda para observar la tormenta.
Tomo una decisión: No me interesa sentir miedo. Todo el mundo tiene miedo. Siempre. Voy a llegar hasta las orillas de ese lago y voy a sacar al monstruo. Voy a regresar con él a Buenos Aires y lo voy a dejar a los pies de la mujer a la que le voy a decir: Ahora ate mi corazón con el suyo porque nadie nunca jamás volverá a desatarlo.






A 6 días del lago



Las horas previas al amanecer no son fáciles. Están llenas de un dolor de cabeza que se resiste al contenido de un par de botellitas que me dejó Guisset ante de entrar en un sueño profundo ¿Cómo será dormir? ¿Tendré que preguntarle al monstruo que nada en el azul del lago? ¿Tendré que dejarme caer entre los brazos de Nuria y el calor de su pecho? ¿Tendré que pedirle a Dios que sea justo y haga coincidir el caño con la bala? ¿Cómo será dormir? Si regreso voy a amar a Nuria con todo mi sueño.
Sigue la lluvia. El agua me pesa sobre el cuerpo. El dolor aumenta con el repiqueteo sobre el techo de la carpa. Es imposible seguir. El camino se pierde entre el barro y las ramas caídas de los árboles. El frío húmedo se mete entre las costuras, atraviesa mis botas. Estamos yendo hacia el exilio. Todos. Mi exilio está entre un 38 y un monstruo ¿Por qué me fui de Buenos Aires? Pude haber renunciado a todo y suspender la expedición, quedarme en la tranquilidad del despacho en el zoológico y esperar que Nuria dejara su casa. Sin embargo, salí con mi locura hacia este exilio lacustre. Tal vez escapo de lo mediocre, de lo común, de días iguales que pasan con lentitud de caracol, de ser un hombre más ¿Qué busco que no esté escrito en las líneas de mi mano, en los surcos de mi cara o en los lunares de los labios de Nuria? ¿Qué busco en este exilio hacia el calibre que destrozará mi corazón?
Quisiera morir sin ver el lago, sin saber si saqué a la criatura, sin saber si encontré la pieza que faltaba, sin saber si regresé a Buenos Aires, sin saber si amé a Nuria por el resto del tiempo que se nos otorgó. Quisiera morir pero no encuentro el modo.



Nuria:
A veces tengo esta sensación de sueño. Nunca la llamé a su casa para verla, no nos encontramos ese domingo en el Botánico, nunca hicimos el amor. Salí a una inútil cacería para probarme vaya a saber qué de niño perdido, para probar que un hombre loco es capaz de desparramar sus días por los límites, sin más brújula que el iris de unos ojos verdes. Todo es un sueño, Nuria. Sigo enamorado de usted que no lo sabe. Usted piensa todo el tiempo de todos los días en mí, que no lo sé. Cada uno vive su pesadilla de amor ideal sin sufrir. Cada uno sabe que el equilibrio de la piel se rompería si nos tocáramos con la punta de los dedos. En mi despacho del zoológico continúa mi clasificación de insectos. Usted sigue en la habitación de su casa donde borda, conversa sin escuchar o ríe. A veces tengo esta sensación devastadora. No veré ningún monstruo en ningún lago, cruzaré derrotado las puertas de Buenos Aires, no vendrá a ver cómo sacudo el polvo de mis botas y mi cansancio. No nos amaremos por el resto de nuestras vidas porque nunca nos hemos vuelto a ver. No sabremos cuánto amó uno al otro. Cuando sucede esto, releo cada una de sus cartas para estar en el único lugar creado a mi medida: su corazón. Cuando sucede esto, pronuncio su nombre en el insomnio, sólo para saber que es verdad que la amo. Cuando sucede esto, dejo de creer en mí y pongo toda la fe en sus promesas de amor. Sé que en ese territorio voy a poder conciliar, por fin, mi sueño.

Suyo
Onelli



Después del desayuno, Tensigg y Guisset se dedican a mirar la lluvia. Les digo que me quiero adelantar, explorar el terreno, saber qué nos espera. Trepo al caballo y me voy. Cabalgo dos horas hacia el oeste y desciendo en un valle cercado por tormentas. Entre los pinos encuentro un par de carpas. Nada se mueve. No oigo caballos ni conversaciones. En la primera tienda encuentro los cadáveres de tres indios. Cada uno tiene un agujero de bala en la frente. En la segunda, está el cuerpo de Leroy. Querido amigo. Yace boca arriba. Le sacaron los ojos, le cortaron la lengua y las manos, le marcaron con un cuchillo una letra O en la frente. Temo que le suceda algo parecido a Steffandrini y su comisión. Entre las ropas de Leroy encuentro un papel: “Lo lamento, Onelli. Nada parece detenerlo. Mató a Rodríguez y a Yáñez. Ha ido demasiado lejos. Maté a este comisionado que también tenía su estúpida ilusión de demarcar límites. Su muerte va por cualquiera de los asesinatos que usted cometió. El próximo cadáver que aparezca va a ser el suyo ¿Le parece encontrarnos en cuarenta y ocho horas? PD: como sé que es un sentimental, dejé el corazón para usted”. Lo firma Aguirre. Guardo la nota y miro lo que queda del cuerpo de mi amigo. Siento pena. Me arrodillo, saco el cuchillo y lo hundo en su pecho. Entre la sangre de mis manos está su corazón. Salgo de la carpa y busco un lugar bajo los árboles. Cavo un pozo y lo entierro. El agua me empapa. Saco de mi bolsillo las órdenes que el Gobierno Nacional me había dado para Leroy. Las rompo y busco mi caballo para regresar. Aguirre tiene razón. Nada va a detenerme.



Onelli:
Usted me atravesó el corazón. Hace ocho años. Me lo atraviesa con cada carta que leo. Me lo atraviesa con esto intolerable de pensar todo el tiempo en usted.

Sangrante pero suya
Nuria


Nuria:
Tengo esta tormenta desatada.
Tengo esta tormenta desatada, que me atraviesa el corazón como una flecha.
Suyo
Onelli

















A 4 días del lago



Ayer paró de llover. Sopló un viento que barrió las nubes y trajo colores rosados sobre el bosque. Acampamos a orillas del Foyel y el cielo se adornó con estrellas. Tensigg se empecinó en discutir conmigo la posición de Antares y Canopus. Lo venció el sueño que ya había dado cuenta de Guisset. Me quedé observando el firmamento hasta que eché mano al Veronal y se acabó. Un silencio fuera de lo común me despierta. Como si el bosque hubiera caído bajo un poderoso encantamiento. Se aproxima la salida del sol. Salgo de la carpa y camino entre los árboles. Cuando encuentro el lugar adecuado, repito, ante el espejo, mi deseo de no regresar. En el momento en que apoyo el 38 en mi sien, siento el golpe que me hace perder la conciencia. Cuando abro los ojos me encuentro con las manos atadas a la espalda y en el interior de una tapera.
Debiera hacer dieta o pagarme por haberlo subido al caballo. Es malo para la salud estar tan excedido de peso, Onelli, dice una voz áspera y extraña que está a mis espaldas.
¿Por qué no me mató? Era tan fácil, déjese ver. No quiero morir sin conocerlo, contesto.
Aguirre me rodea y se para adelante. Tiene un chambergo cuya ala tapa su cara. Sus manos son garras. No puedo imaginar las líneas de su rostro. Me parece repulsivo. Matarlo hubiese significado ruido y sus amigos estaban cerca, sigue. A mí me gusta ocuparme del cadáver ¿Qué más quiere? Si dejo su cuerpo, ellos lo llevarían a Buenos Aires. Esa mujer, a la que usted escribe, le daría sepultura en algún lugar donde poder visitarlo con la seguridad de que nunca más usted se le escaparía. Todos asegurarían que, de no ser por su súbita muerte, el monstruo hubiese habitado el corazón de Buenos Aires. Odio los finales felices. Aguirre hace una pausa.
Miro el sitio donde estamos. Hay una mesa con botellas y algunos vasos. Un poco de luz se filtra por una ventana mal tapiada. El aire tiene un olor nauseabundo. Me duele donde Aguirre me golpeó.
Tengo una idea mejor, sigue. Imagine que sus amigos se despiertan y usted no está. Lo buscan y encuentran un espejo en medio del bosque. Vuelven al campamento convencidos de que va a volver. Se habrá ido a visitar a su amigo Leroy que está cerca, le dice uno al otro. A propósito, fue un gusto visitar a Leroy, mirar sus ojos, estrechar sus manos, hablar con él. Un gusto, de verdad. Y pasa el tiempo y usted no regresa. Se hace de noche y se van a dormir. Pero usted, Onelli, no regresa ni al día siguiente, ni nunca. Sus amigos avisan a Buenos Aires que usted se ha perdido y ella se angustia. Se comisiona gente para, los primeros días, buscarlo a usted pero a medida que pase el tiempo, buscar su cuerpo. Un cuerpo que ha perdido la cabeza y que no van a encontrar. Fin de la historia. Sus amigos regresan a Buenos Aires para recordarlo, de vez en cuando, con algún discurso y esa mujer levanta una religión a su memoria. Eso es un final mejor. Usted vivirá por ella eternamente, dice Aguirre y suspira.



Onelli:
Siempre fui creyente. Cumplí los ritos, las procesiones, las festividades. En su ausencia me he vuelto pasionalmente religiosa. Mi única religión es usted

Suya
Nuria


No veo la forma de salir de acá. Voy a morir ¿Todo habrá sido un error? ¿Seré la pieza del rompecabezas de este tipo que me apunta? ¿Si todo el viaje no hubiese sido otra cosa que llegar a esta habitación para que este individuo encaje sus piezas y se libere de volver? Es atroz pensar la vida como parte del destino de otro ¿Si lo fuera? La vida de muchos nada más que para la salvación de pocos.
Aguirre se adelanta y desata mis manos. No deja de apuntarme.
Me van a dar muchos billetes por llevar su cabeza en una bolsa a Buenos Aires, sigue. Necesitan la evidencia. Ver que está muerto. Sin cabeza, no hay plata, dijeron. Ahora se da cuenta de que este viaje le va a hacer perder la cabeza ¿Cruzar desiertos y bosques para sacar una criatura imaginaria de un lago? Es una idea delirante de una mente desquiciada. Hay cosas más importantes que gastar dinero en los sueños febriles de un alucinado. Usted es un imbécil, Onelli. A una sociedad sumisa, conservadora y estúpida como la de Buenos Aires, no la puede perturbar con empresas fantasiosas. Ellos en la tranquilidad del hogar y usted, vestido de manera estrafalaria, cazando monstruos por el Sur. Ellos, levantándose temprano, desayunando con los hijos, saliendo a trabajar, tomando una copa con los amigos antes de volver. Ellos y sus esposas, sus sueños de poca monta, su vida gris. Ellos no deben salir del escenario que tienen ¿Se imagina a alguien preparando un viaje a la luna? Otro, ideando máquinas para volar o para sumergirse en el océano. Se imagina lo que sería una sociedad dónde cada uno hiciera lo que le manda el corazón o lo que le dicen sus sueños. Todo eso es desorden y anarquía, Onelli. La vida es corta para perder el tiempo caprichosamente y no hacer lo que Dios manda.
¿Y qué es lo que manda? Pregunto y me friego las muñecas para aliviar el dolor que me produjo estar atado. Lo que manda es cuidar las normas, seguir los preceptos y vivir en paz. Rezar mucho para ganarse el cielo, dice Aguirre.
Creo que no leyó el Nuevo Testamento, digo.
Cállese, se acabó, dice Aguirre y se acerca a la mesa con botellas y vacía el polvo de un sobre en un vaso. Destapa una ginebra y sirve. Se aparta y me hace una seña. El de la derecha, ordena. Me pongo de pie y, al acercarme, golpeo la mesa y sujeto vasos y botellas para que no se caigan.
Es tan torpe, gordo imbécil, el de la derecha, repite Aguirre. Levanto el vaso y me tomo el contenido de un trago. Siento que me quema la garganta, que al final, el tiempo destinado a Onelli ha concluido. Qué pena. Miro el ala del chambergo que tapa la cara de mi verdugo, sus garras, su revólver que me apunta.
Los indios dicen que Onelli no muere; que vivió siempre y que va a vivir siempre... son tan borrachos. Dicen que no hay que mirar los ojos de Onelli ¿Qué tienen los ojos de Onelli que no hay que mirar? Sáquese los anteojos, ordena Aguirre que se acerca sin dejar de apuntarme.
Dejo los anteojos sobre la mesa.
Ojos de gordo torpe e imbécil, dice, ahora tengo que esperar. Señala una bolsa de arpillera y un cuchillo, descarnarlo va a ser fácil. Es mi locura, descarnar.
Miro a Aguirre, la bolsa, el cuchillo. Qué poco tiempo. Es una pena. Entonces, abro los ojos, me aprieto el vientre, toso, me doblo y caigo convulsivamente.



Nuria:
Me gustaría decirle tantas cosas.
Sólo escribo este silencio.
Suyo
Onelli

Gordo imbécil, murmura Aguirre, sacar un monstruo de un lago... Se acerca, toma el otro vaso y bebe el contenido. Tose, busca la bolsa de arpillera y saca el cuchillo. Me gusta descarnar, dice y abre los ojos, se toma el vientre y se dobla. Viene una arcada y cae con convulsiones.
Me levanto y miro el chambergo que oculta su rostro. A la ruleta rusa... a mí, pienso y me inclino para sacarle el sombrero pero oigo un aullido lejano y me detengo. Miro el cadáver. La vida es demasiado corta, me repito y tomo mis anteojos. Al salir, la claridad del día me molesta. Hay algunas nubes. Me subo a mi caballo y me llevo el de Aguirre. Hay tan poco tiempo.













A 2 días del lago


Aprovechamos el buen tiempo para cabalgar bajo la luna llena. La misma que está brillando sobre el cielo de Buenos Aires, la misma que Nuria mira. Todo parece irreal. Estoy harto del ritmo de los cascos. Estoy harto de ser el director de esta sinfonía. Quiero que la música llegue a su fin y que vuelva el silencio. Sin embargo, todo empeora. El dolor de cabeza es un cuchillo que tengo clavado dentro de los ojos. El insomnio tiene el monopolio completo de mi noche y, de a ratos, caigo en un sueño breve del que salgo asustado. Tensigg escribe con una furia inusual. Como si escribir lo aislara de una realidad a la que teme ¿Quién es? ¿Para quién trabaja? ¿Qué hace? ¿Escribirá la crónica de esta expedición? Esa crónica, de existir, ni siquiera le interesaría a algún periódico escocés que hiciera notas sobre avistamientos de monstruos lacustres ¿A quién le interesaría? Guisset me mira y dice que estamos a un paso del lago y del monstruo. No le puedo explicar lo que significa no poder gobernar la taquicardia o la respiración. Es difícil hacerle entender el miedo. Tengo en mis manos la sangre de tres tipos a los que tuve que matar por vivir en los bordes.


Onelli:
Usted me lleva hasta mi límite.
¿Cuál es el suyo? No quiero imaginarme que sea un 38.

Suya
Nuria.


Pasan las horas y pasan las leguas. Los caballos necesitan un descanso y el amanecer se acerca. Nos detenemos en un claro cerca de un arroyo. Levantamos la carpa y encendemos un fuego. Guisset prepara algo para comer y Tensigg, anota. Me voy hacia el bosque a tratar de resolver mis cosas. Sólo quiero una bala que lo mate. Tantos años se escondió de la mujer que amaba. No merece vivir. Reviso el espejo como el que inspecciona un enorme y oscuro galpón. Nada. Sólo ruidos. Quisiera mirar sus ojos. Una vez. Nada. Pongo la bala, giro el tambor, apoyo el caño en mi sien y espero. Gatillo. No tengo suerte. Tengo dos días por delante. Vuelvo al campamento y algo se mueve dentro de mi alforja. No puede ser. Como si tuviera pocas cosas de las que preocuparme. Se asoman varios enanos con gorros de colores. Los cuento. Exactamente, diez. Voy a tardar en individualizarlos, saber sus nombres, qué pasado o presente tienen cada uno, qué esperan de sus vidas, qué caprichos, qué amores y qué secretos guardan. Cómo si no tuviera que ocuparme de las otras cosas, aparecen estos pequeños. Qué suerte tengo con las piezas del rompecabezas. No le voy a decir nada a mis amigos. No quiero la mirada de Guisset ni las anotaciones de araña de Tensigg. Daría lo que fuera por un poco de paz. No tengo la menor gana de ocuparme de estos enanos.
Regreso al campamento.



Onelli:
Tuve una noche pésima. Una noche de insectos que subían y bajaban por los bordes de la cama y el cuerpo frío de muerto de mi marido. Hace demasiado tiempo que está así. Vivir con un muerto. A quién se le ocurre. Usted, mientras tanto, vive en su expedición que no termina. Está con sus amigos, con sus maravillosas obsesiones. Está tras la búsqueda de una bestia fabulosa que espera en el fondo de las aguas azules de un lago. Ese pobre animal también espera su parte del destino. Imagino el momento en que se miren cara a cara, pupila a pupila. Imagino la piel de cada uno. Imagino lo que usted va a pensar y la sensación de alivio de la criatura. Imagino que usted no piensa ni un minuto en mí. Acá, lejos, en esta ciudad vacía de Buenos Aires, en el exilio inútil e inhóspito de esta casa de familia. Dios nos salve de esta rutina del bordado, el piano, las niñeras, la hora de cenar, los días de visita, lo que se debe hacer. Lo que se debe hacer, Onelli. Dios lo bendiga y lo cuide para mí. Usted hace lo que quiere. No debe pensar ni un minuto en mí. Está loco y lo amo, Onelli.
Tuve una noche pésima, Onelli. Sé que entre sus brazos voy a poder dormir otra vez. Saque ese caracol de sueño del agua y tráigalo. Pero regrese pronto que quisiera dormir con usted.

Suya
Nuria


Guisset me ve y dice que me apure, la comida todavía está caliente. Tensigg me pregunta si tengo alguna novedad. Le cuento de los enanos y se ríe. Después anota. Estoy a punto de pedirle que me deje ver su cuaderno pero me callo. Enanos, dice Guisset y también se ríe. Miro las pocas nubes que pasan hacia el sur y pienso que me gustaría tener alguien con quien hablar.

















A 1 día del lago


De nuevo lluvia. Escribo con tormentas a mis costados. Es literal. Franco y Tensigg están dentro de la carpa bajo los alerces. Hay viento y llueve fuerte. Los relámpagos me iluminan las manos. No sé qué hago acá afuera. El agua cae sobre mi cabeza, los anteojos, la ropa, los dedos, la lapicera y el papel. Hoy no he visto sombras. Ninguna. Por primera vez en varios días. Ninguna. El perro tampoco apareció. Lo vi anoche, oliendo los huesos que dejamos y después se echó a mi costado. Esta mañana saqué el espejo y escuché los sonidos de esa bestia comiendo otra parte de mí. El ruido de su manera de comer es repulsivo. Saqué el 38, puse la bala, giré el tambor y lo apoyé en mi sien. Otro día más para seguir. Ningún enano se atrevió a salir de las alforjas. Pero me gritan, los escucho y les hago caso. Escribo esto, lo que ellos dicen. Queda poco tiempo. Estamos a un día del Puelo y me acerco a una de las piezas más importante del rompecabezas. Queda ese jinete. Que Dios se apiade de él. Los enanos gritan y escribo bajo la tormenta. Lo raro es que la lluvia borra cada palabra que escribo. No las puedo leer. Al rato me las olvido. Los enanos gritan, llueve, no puedo parar de escribir y no entiendo qué gano tratando de escribir bajo el agua palabras que no voy a leer y que voy a olvidar. Es imposible. Escribo, nada más que con tormentas a mis costados.




Nuria:
A veces me pongo triste por las palabras que se pierden. Cosas que pienso o que digo sobre este caballo que atraviesa bosques de araucarias, alerces o pinos. Escribo sobre el agua de arroyos, palabras que leerán las truchas u otros peces. Quién dice que escribo palabras sobre el agua para ser leídas por una criatura fabulosa que deba entregarse a la solución de un rompecabezas acuático.

Suyo
Onelli

















Cerca del lago


Nos detenemos en un bosque cercano al lago. No quiero mirar sus orillas, no puedo hacerlo. Le pido a Guisset y a Tensigg que levanten la carpa y les digo que regreso en unas horas. Apuro mi animal siguiendo la picada que bordea el lago por el norte. Un bosque de cipreses y alerces me ocultan las aguas en las que anda mi monstruo. La profundidad debe estar siendo hendida por el ir y venir de su cuerpo. Casi puedo sentir el agua rozando su piel de caracol. Casi puedo tocar su espinazo con la punta de los dedos. El frío lo envuelve. Qué daría por montar su lomo y emerger del azul lacustre en medio de enloquecidos círculos. Qué daría por darle palmadas en el cuello y la frente, enamorar sus pupilas de golpe y para siempre, golpear las puertas de la ciudad de Buenos Aires y heredar la merced del corazón de Nuria.



Nuria:
Hay criaturas capaces de volar las alturas de los cielos; otras, recorren leguas y leguas marinas con el ondular de sus cuerpos. Hay criaturas que trepan abismos verticales con sólo la fuerza de sus garras; otras que recorren el mundo subterráneo sin ver la luz durante meses. He visto correr a velocidades que superan la imaginación. También he visto criaturas inmóviles, el tiempo que sea necesario, para atrapar su alimento. En este mundo hay todo tipo de criaturas. Pero sólo tres me importan: Hay un enorme caracol de piel frágil que nada tranquilo por aguas azules con una mirada que significará todo. Me espera. Voy por él. Está usted, criatura mía, y el color de sus iris, sus labios, su pelo hasta la cintura, sus lunares, los gestos mágicos que tiene para mí, los tonos de su voz, sus manos, sus pies, su sueño. Espéreme. Si regreso es porque habré encontrado el camino de salida. La tercera criatura es este loco. Lo único que desea es mirar sus ojos, detener allí la marcha de su corazón y dormir en paz. Sé que algo de esta criatura que soy, debe morir para amarla hasta siempre. Espero que ame lo que quede de mí, si regreso del Sur.


Perdido pero suyo
Onelli


La noche cae sobre mis espaldas. Viene huyendo de un cielo encapotado, rumoroso y demencial. Doy rienda suelta y me agacho sobre el caballo. La senda se angosta. Luces agónicas se filtran entre las ramas altas. El aire se enfría y tiene olor a lluvia. Relampaguea y un rayo pone trazos finos contra el cielo. Se suceden truenos. Qué no daría por montar en pelo la tempestad de mi monstruo. Qué no daría por dar vueltas y vueltas hasta cansarlo. Qué no daría por besar su cuello. Llueve.
Algo sucede en la alforja. Ahora no, no. Es lo que faltaba. Los enanos están bravos, mal de la cabeza. Asoma el de gorro rojo, el que quiero más. Me observa con ojos tristes. Sin dejar de mirar la picada, le ordeno que no salga, que se puede caer, que es peligroso. Me ignora y mira hacia las patas del caballo. La lluvia resbala por mi cara, mis brazos, mis dedos. Empapa con rapidez el gorro de mi amigo. Le grito que vuelva a la alforja, que después hablamos. El enano me dice adiós con la mano y salta para caer bajo los cascos. Miserable suicida. Estábamos tan cerca. No tengo tiempo ni espacio para lamentar otra muerte. Pasamos como naves veloces a través de las tormentas. Pasamos como nubes que dibujan sueños caprichosos de muchachos que sueñan con ser hombres. Pasamos como sombras que persiguen sombras de amor que escapan. Quiero morir acá y ahora. Sacar mi 38 y volarme las meninges. Miserable suicida. No era momento ni lugar. Le grito a mi caballo para que atraviese las cortinas de agua y siga hacia mi destino: encontrar al comisionado Stefandrini. En una curva brusca dejamos el bosque y aparece el valle. Lo recorre un viento loco de tormenta y agua. La picada desciende entre ramas y hojas que gotean. A poco de andar, aparece colgada de una rama una marca que conozco. Una cuerda con una medialuna de cobre. Es la señal de mi amigo. Estoy cerca y no deja de llover. Acaricio el cuello de mi caballo y vamos al paso. Siento algo que se clava en mi costado y allí está: Stefandrini y su escopeta. Una sonrisa se mezcla con su barba. Me palmea, toma las riendas y me conduce hacia el campamento. Me pone al tanto de las últimas novedades. Dice que esta mañana vio pasar a un jinete oscuro. Iba buscando algo, mirando aquí y allá. No pudo ver su cara. Acaso no tenía, dice y me habla de los músculos de su cuello, de su actitud de poder. Dice que le ignoró como si nada le importara, como si no existiera y luego siguió en dirección al lago. Dejamos el caballo junto a los de él y me hace entrar en la tienda. Le hablo de las instrucciones que el Gobierno Nacional ha pedido que le transmita. Lo pongo al tanto de la maquinaria de traición que ha tratado de detenerme. Le hablo de la conjura chilena. Stefandrini me observa en silencio. Deja que concluya y escuchamos un rato el rumor del agua que moja la carpa. Hay tanto para hacer, dice y es tan poco el tiempo. Se oye relinchar a los caballos. He visto cosas raras, sigue Stefandrini. Dos noches atrás, una luna llena, tres veces más grande y luminosa que lo habitual, iluminó el valle. Algo hizo que fuera hasta la orilla del lago. Poseído por un agotamiento repentino, me senté sobre unas piedras. Vi la silueta de una mujer de pelo largo, que entraba en las aguas quietas, Onelli. La mujer se sumergió. Me levanté pensando que se iba a ahogar y me acerqué hasta el sitio donde había desaparecido. El agua estaba mansa. De pronto, en el centro del lago, hubo movimiento de hervor. Aparecieron varios círculos, como si algo voluminoso se hubiese hundido.



Onelli:
Todos perseguimos criaturas inasibles cuya belleza y magia está en la imposibilidad de pertenecernos. La belleza del gorrión está en su pequeñez y su libertad. Lo sublime de la rosa en lo frágil de sus pétalos. Qué maravilloso el dibujo de las nubes por el cielo. Pasamos, amor. Somos bellos mientras somos. No intentemos amar lo que se fue, lo que quedó fijo en el recuerdo. Ya no seremos. En este viaje suyo hacia ninguna parte hay tres criaturas que debiéramos dejar en paz: En las aguas del lago vive, bajo la piel única de Dios, la criatura que somos. Mire lo que deba mirar, traiga lo que quiera traer. Ella no es más que un ramo de flores tendido por un hombre enamorado a la mujer de sus sueños. Haga lo que tiene que hacer para volver en paz. La otra criatura es usted y su boca, sus hombros, su mirada perdida, su voz, su actitud varonil, su desmesura. Si vuelve trataré de amarlo sin miedo y sin piedad. Yo soy una criatura desolada y muerta. Si regresa del sur, busque mis labios y devuélvame a la vida.

Suya
Nuria




Regresé pensando en olvidar todo. Anoche me despertó el frío, continúa Stefandrini. Salí de la carpa y una niebla pesada había caído sobre el valle. Los caballos estaban nerviosos. Cuando me acerqué a calmarlos oí un sonido que me perturbó. Parecía el lamento de un animal herido. Están pasando cosas, extrañas, Onelli. A veces el bosque está silencioso. Nada se mueve, nada se escucha. A veces el alboroto es impresionante. Como si los animales quisieran huir de algo que los hubiera asustado.
Nos quedamos en silencio. La tormenta sigue. Le digo a Stefandrini que esté tranquilo. En un par de días, todo habrá terminado y volverá la paz. Me pongo de pie para irme. Me acompaña a buscar mi caballo y lo sujeta mientras monto.
Varios rayos iluminan nuestras caras.
Lo va a sacar ¿no? Pregunta Stefandrini.
Los truenos le impiden escuchar mi respuesta.











El lago


Hoy es 25 de noviembre de 1920. Son las 9 de la mañana. Delante de nosotros están las aguas del lago. Miro las montañas, los bosques, el oleaje que llega hasta la orilla. Tensigg y Guisset están mudos. Desmonto y me adelanto para mojarme las manos. En alguna parte, entre las aguas, nada la pieza de mi rompecabezas.


Onelli:
¿Qué puedo decirle del amor? Si su presencia en Buenos Aires me dolía, su ausencia es devastadora. Ya no quiero vivir sin usted. Vuelva.

Suya
Nuria


Nuria:
¿Qué puedo decirle del amor? Escape. Todavía está a tiempo. Si regreso, será demasiado tarde y no habrá tormenta capaz de protegerla. La voy a llevar a un sitio donde será imposible soltarnos las manos.

Suyo
Onelli

Les pido que armen el campamento y busco mi largavistas. Me paso el resto del día mirando las aguas y deseando estar muerto.








26 de noviembre de 1920



El insomnio me hace vigilar las aguas del lago hasta antes del amanecer. Este Sheffield, pienso. Todavía está oscuro. Durante la noche descifré parte de mi rompecabezas y llegó la hora de mi destino. Vuelvo al campamento, busco en las alforjas las cartas de Nuria y las coloco contra mi corazón. Los enanos duermen. Hay silencio en las alforjas. Respiro hondo y miro los bordes del bosque de arrayanes. No hay ninguna sombra, no hay tormentas, no está el perro. Va a ser un buen día. Andando. Recojo el cinto y la chaqueta. Tomo el 38, abro el tambor, saco las balas y elijo la más hermosa. La miro. Tan simple, tan perfecta. La cargo en el tambor y lo giro. Saco el espejo. Tensigg y Guisset duermen tranquilos. Me acerco a cada uno. Estoy a punto de despertar a Guisset para despedirme. Lo va a entender, pienso y lo dejo en paz. Voy hasta Tensigg, lo miro en su sueño profundo. Me agacho, le abro la alforja y busco el cuaderno. No lo puedo abrir, no puedo. Nunca sabré lo que anotó en él. Tomo el espejo y camino el doble de distancia de lo acostumbrado. Encuentro un claro entre los arrayanes y apoyo el espejo en una rama. Me reflejo en él y por primera vez veo las paredes de mi prisión. Oigo el ruido que hace. Está comiendo lo poco que queda de mí. Es hora, digo y apoyo una mano contra el espejo y lo atravieso. Me tomo del marco y entro. Descubro múltiples galerías, pasadizos, una altura que no termina. Cómo no perderse durante ocho años, pienso. Empiezo a caminar guiado por los ruidos de la bestia. Dejo cartas de Nuria por el camino. Va a ser la única manera de regresar. El tiempo transcurre incalculable. Los ruidos se hacen más fuertes. Lo veo al dejar caer la última carta. Está en un lugar tan amplio que no hay costados. Es el tiempo, pienso. La bestia es grande, oscura y está de espaldas. En el piso yacen restos de mí: los anteojos, parte del cinto, del corazón, del hígado. Hay poca carne en los huesos. En el cuello hay una chapa, que alguna vez estuvo cerca de Nuria, con mi nombre y la dirección del Zoológico. Con sangre en la nariz y la boca, se da vuelta, me observa y abandona sus brazos a los costados del cuerpo. No siento miedo, me conmueve la tristeza con que mira. Creo oír la voz de Nuria que dice “ya es inmortal, Onelli”. Saco el 38, giro el tambor, lo coloco en mi sien y gatillo. La bestia sigue con sus brazos al costado. Tiene la mirada triste. Miro sus ojos y no encuentro nada. No hay piezas, no hay mapas. Entonces, dejo caer el 38, me acerco y, con violencia, le quiebro el cuello. Cae de cara al cielo. A su alrededor, está lo que queda de mí. Tomo la chapa con mi nombre, apellido y dirección de Buenos Aires y la coloco de nuevo en mi cuello. Mientras levanto el 38, crece un rumor sordo y todo empieza a temblar. Escapo veloz. Recojo una por una las cartas de Nuria. Se caen pedazos de pared, se desploma el cielo. Con la última carta encuentro el marco del espejo y un torbellino de polvo me expulsa hacia el claro del bosque de arrayanes. Me doy vuelta para mirar la superficie transparente donde el tiempo se está destruyendo. Aparece la imagen de Nuria, y luego el espejo se hace añicos. No sé cuánto tiempo permanezco inmóvil. Junto los pedazos y los guardo en una bolsa de cuero. Me pongo de pie, guardo las cartas de Nuria junto a mi corazón, pongo el 38 en mi cintura y vuelvo a las orillas del lago. Las aguas están quietas. En alguna parte, pienso, en alguna parte estás, pieza que me falta. Tengo todo el tiempo del mundo por delante. No voy a volver sin vos. No puedo volver sin vos. Si tengo que vaciar el lago, lo voy a hacer. Si tengo que morir en la espera, lo voy a hacer. Ahora tengo todo el tiempo... este Sheffield, repito y me agacho y elijo siete piedras. Contra la luz del amanecer, las arrojo una tras otra hacia las aguas del lago. Se forman círculos concéntricos que se expanden despacio. Este Sheffield, repito. Doy la espalda al lago y, mientras vuelvo en dirección al campamento, descubro que, por primera vez, desde que partí de Buenos Aires y de Nuria, no tengo dolor de cabeza y siento un hambre monstruosa.



















27 de noviembre de 1920



Tensigg y Guisset duermen. Miro toda la noche la niebla baja que cubre las aguas del lago. Cuando amanece avivo el fuego, caliento agua y tomo unos amargos. El día no se decide a mejorar. Sigue frío y lacustre. La neblina apenas toca las aguas del Puelo. Este Sheffield, pienso, tuvo suerte. Vio al monstruo ¿Y si no lo veo? Soy un desgraciado. No lo voy a ver. Voy a envejecer en las orillas de este lago perdido en las fronteras lejanas de un país extranjero. No quiero vivir, Sheffield. No puedo volver a buscar a la mujer que amo sin el monstruo. Suspiro y miro el cielo. No hay nubes, no hay tormentas. Se despejó y está rosa azul. El último jinete me espera en alguna parte del día. Que sea rápido, sin dolor, ya basta. Me pongo de pie y voy hacia la orilla. Descubro una canoa indígena en buen estado y con su remo. Miro las aguas del lago, no debo tener miedo. Mejor morir en la mandíbula de un monstruo lacustre que en la punta del puñal de un asesino. Empujo el bote, subo y tomo el remo. Voy despacio en dirección al centro del lago. Miro el agua en las que nada mi sueño y mi rompecabezas. La niebla se aparta a medida que me interno en las aguas pero el cielo desaparece y es reemplazado por un resplandor blanco que cubre el bote y lo rodea. Como si estuviera en ninguna parte, ninguna parte, me digo. Entonces, saco el 38, abro el tambor y extraigo la única bala que tiene. Tan simple, murmuro, voy a ninguna parte, y pongo la bala, giro el tambor y apoyo el caño en mi sien. Una brusca ondulación de las aguas sacude el bote y pierdo el equilibrio. Disparo y el estampido rompe el silencio. La bala atraviesa el aire.
Algo se acerca con ruido de aguas. Me pongo de pie tratando de no caer y espero. La niebla revela con lentitud la figura de un hombre encapotado. Los botes se tocan. Me tomo de los bordes para no caer al agua. Usted perdonará mi poca educación y mi atrevimiento, dice el encapotado con un arma que apunta hacia mi cabeza. Tengo el tambor repleto y listo para vaciarlo en su poco cerebro. Ah, perdón. Me llamo Valdez ¿Es verdad que lo único que lo trajo a este lago de porquería es buscar un monstruo? Mira las aguas del Puelo y escupe. Es tan necio... Rodríguez habló con usted; Aguirre, también. Sus compatriotas no tuvieron suerte. Los traidores no tienen suerte. En la vida se puede ser cualquier cosa excepto un traidor. Eran una basura, los dos. Me da asco la gente que hace cosas por dinero, dice y vuelve a escupir sobre las aguas quietas del lago. La niebla va y viene alrededor de los botes. Miro al chileno. Es alto, moreno y de cuello muscular. El pelo revuelto se escapa por los costados del sombrero. Los globos oculares parecen salir de las órbitas. Su manera de hablar es cautelosa. Como si cuidara las palabras. Valdez mira el lago y me mira como si nada valiera y nada vale. Voy a morir y siento alivio. No creo en nada, dice Valdez, no es malo no creer. Nada se teme porque nada se puede perder. Suspiro y me miro las manos. Niego con la cabeza. Crucé ese desierto escuchando cuentos referidos a usted, sigue Valdez ¿Quién es, Onelli? Lo escuché morir y resucitar. Dicen que habla con los jabalíes, que los animales lo siguen por el desierto y los lagos, dicen que usted pasa y se forman tormentas, que lo siguen sombras, que siempre tiene un perro echado en el costado. Dicen que lo han tratado de matar muchas veces. Nada más que por volver a las tolderías a decir que ha muerto Onelli. Dicen que ha sobrevivido a aluviones, avalanchas, incendios en los bosques ¿Sabe? Cuentos de indios borrachos. Eso son. Los indios dicen que lleva enanos en las alforjas. Ridículo. Mírese. Es tan poca cosa. Un hombre viejo que usa lentes. Podría ser mi abuelo. Cuentos de indios borrachos. Valdez gatilla el arma y se acomoda para no errar. Sólo una cosa: le voy a dejar hablar por última vez. Sus últimas palabras, digamos. Los indios dicen que no hay que escuchar a Onelli, ¿por qué? ¿Quién es? ¿Qué dice? No le temo. Tiene unos minutos antes de morir.
Estoy cansado. Hasta acá llegué. Hice todo por amor e hice todo lo que pude. Qué pena. Tan poco tiempo. Usted cree en algo, Valdez, digo. Se ríe. No se ría, sigo. Usted cree en la brutalidad y está bien. Me va a permitir morir un poco. Pero es una pena, debiera saber que es frágil y que en eso radica su fuerza. En su fragilidad, amigo. Ahora máteme. No perdamos el tiempo que de eso estamos hechos y pasa demasiado rápido. Por favor, máteme.
Valdez se ríe. Me interesa, dice, resulta que el director del zoológico resultó un poeta. Yo también, Onelli. Hago poesía con este revólver y usted va a ser otro de mis versos. Un verso mal medido, con pésimo ritmo y con una música insensible. Adiós.
Valdez se adelanta con la niebla y apoya el revolver en mi pecho. Artifex vitae, artifex sui, murmuro ¿Qué dice? Grita. Sicut nubes, quasi naves, velut umbra, sigo. Qué dice, imbécil. Me tiro sobre Valdez y su bote y aparto el arma. Lucho por acercar el revólver a su cara. Valdez usa sus piernas, sus rodillas. La lucha hace caer el arma en las aguas del lago. Nos ponemos de pie y seguimos peleando. Valdez pierde el equilibrio y cae al agua. Estoy fatigado en el borde del bote. Espero ver salir su cabeza. La niebla sigue quieta. Valdez aparece. Resopla. No me deje morir como un cobarde, pide. Estiro la mano para subirlo.
Algo surge del lago y parte la niebla con velocidad. El cuerpo de Valdez es agitado de manera brusca, en su cara se forma una mueca y se hunde en las profundidades. Me dejo caer en el fondo del bote. Sheffield... Sheffield, pienso. La niebla se levanta de manera súbita y aparece el sol. Soy un desgraciado... No quiero vivir... no quiero. Pero los círculos de agua empujan al bote hasta vararlo en la orilla del lago. Me tiro al lado del bote, sobre la playa de piedras. No lo voy a ver. No voy a volver a Buenos Aires. No quiero vivir más.




28 de noviembre de 1920


Guisset y Tensigg han ido a cazar liebres. Ordeno los sacos de dormir y las alforjas. Me detiene un silencio profundo que ha caído sobre el bosque con peso de sueño. Me vuelvo hacia el lago con lentitud. La superficie del agua resplandece. Hay movimiento de ebullición en la orilla. Me acerco y veo decenas de salmones que nadan alocados con muestras de pánico. Un estremecimiento recorre la quietud del centro del Puelo, y surge el lomo alargado y liso. Calculo que debe tener siete o nueve metros de largo. El monstruo entra y sale del agua con gracia. Apenas roza el aire y se sumerge para volver a salir. Siento como algo propio la plasticidad de ese animal ideado para el agua. Hay una relación sagrada entre monstruo y lago. La criatura hace un giro en dirección a mí. Me sobreviene taquicardia. El monstruo se acerca a una velocidad que calculo en cincuenta metros por minuto. Este Sheffield... digo, parece una gigantesca babosa. Distingo las aletas, el cuello flexible que entra y sale, los hombros anchos y la cola muscular. No hay pájaros cruzando el cielo ni sonidos. El monstruo se acerca más y veo cuatro franjas negras en el cuello. Es el animal más hermoso que he visto en mi vida. Se detiene a metros de la orilla. Tengo el corazón desesperado. Se sumerge produciendo una ola circular gigantesca. Como la de los hipopótamos, pienso. El lago se calma y el tiempo es imposible de medir. Siento angustia. Sólo en un lugar del mundo, a una hora del día, en una época del año. Emerge lo que parece la cabeza: una forma gruesa en el centro y puntiaguda en los extremos, de un color gris oscuro. El aire roza el agua y la cabeza del monstruo se hunde. Asoma el resto del cuerpo. Debe medir entre doce y catorce metros. Sus ojos, sus ojos, quiero verlo, murmuro. El tiempo pasa y la criatura no se asoma. Se sumerge y el agua se calma.
El canto de un pájaro me parece mal augurio. El día vuelve a ser natural. El lago recobra su superficie. Lo vi, pienso. No lo voy a volver a ver, nunca. Miro alrededor y sigo solo. El monstruo ha desaparecido en la profundidad azul.
Saco la libreta y anoto: Lo vi. Mañana del 28 de noviembre de 1920. 9 hs 45 minutos. Cierro la libreta, busco siete piedras y las tiro con rabia hacia el lago. Me siento solo, Nuria. Quiero dormir un poco, quiero volver, amor.













29 de noviembre de 1920



Nuria:
No voy a volver, amor. Pero sepa que no tengo palabras para hablar de usted. Si las tuviera, permanecería en silencio. Porque no las tengo, las escribo. Entonces escribo que la amé, la amo y la amaré. Esto es lo único que podría definirla.
Suyo
Onelli.




Este Sheffield, pienso y miro las aguas quietas del Puelo. Este Sheffield... Guisset busca leña. Tensigg saca las liebres y las prepara. La noche tiene luna menguante. Dos botellas de vino quedan tiradas junto a los huesos. Al rato, Guisset y Tensigg, duermen. Aprovecho y reviso las alforjas del inglés. Encuentro el cuaderno y lo abro. Sólo veo hojas y hojas en blanco. Mientras miro la luna sobre el lago, me invade el sueño.
A la madrugada, me despierta un ruido de ramas que se quiebran. Una especie de enorme caracol, de cuello muy largo y flexible, de color gris oscuro, surge entre los alerces. La cabeza es diminuta en comparación con el cuerpo- de siete a nueve metros de largo- Lleva un animal entre las fauces. Gira el cuello y me ve. Deja caer al animal y avanza con paso inseguro, impulsándose con especie de patas o aletas. Se detiene a centímetros de mi cara. Su mandíbula cerca de la mía.
Nos miramos. Sonrío al entender lo que veo en sus pupilas. No sé cuanto tiempo pasa en esa mirada. Emite un suspiro, se vuelve, recoge su presa y se desliza hasta la orilla. Desaparece ruidosamente en las plácidas aguas del lago. Siento alivio. Ya todo terminó.
Este Sheffield, pienso, busco mi libreta y anoto: Estoy enamorado de usted como jamás lo estuve, como no recuerdo haber estado enamorado ni aún cuando me enamoré de usted hace ocho años. Ahora puedo volver a Buenos Aires. Llevo mi nuevo mapa y vuelvo para emprender la última aventura hacia esa pieza que usted guarda, mi amor.


































Epílogo.


La noticia de la expedición de Onelli dio la vuelta al mundo y fue comentada por varios periódicos. Uno de ellos solicitó un esquema del monstruo.






The Illustrated London News
Saturday, June 23, 1921


The “monster” sketched by Mr C. Onelli.

Puelo Lake. Argentina